Nuestra sociedad sólo puede regenerarse, partiendo del respeto a la dignidad de las mujeres
LUIS GERARDO ROMO FONSECA
Entre los muchos problemas que enfrentamos en México, podemos mencionar uno de suma importancia: ya se han cumplido dos años de haberse establecido el derecho humano a la alimentación en la Constitución, pero a la fecha no cuenta con una ley reglamentaria. Esta situación dificulta el poder hacer efectivo este derecho y, más grave aún, resulta el hecho de que no exista ninguna iniciativa contemplada para presentarse dentro del actual periodo de sesiones en el Congreso de la Unión. Vale la pena recordar que en nuestro país existen alrededor de 27.4 millones de personas con dificultad para acceder a la alimentación, de los cuales 7.1 millones viven en pobreza extrema y con carencias alimentarias, de acuerdo con datos oficiales. De este amplio porcentaje poblacional, muchas de ellas son mujeres y la realidad estadística confirma la fuerte presencia femenina en la población por debajo del umbral de pobreza. Por supuesto, no sólo las mujeres son afectadas por la este flagelo pero sí representan un amplio sector de la población y su impacto lastima a las familias en su conjunto, en especial, a los hijos.
Sin embargo, en nuestro país son las mujeres quienes padecen una mayor dificultad para acceder a los nutrientes necesarios: 71.9% presenta desnutrición y obesidad, en comparación con 66.7% de los varones (Igualdad para las mujeres: garantía de acceso a todos sus derechos humanos, del Conapred); sumado a ello, 11.4 de cada cien mil mujeres mueren por la desnutrición, según cifras de la Secretaría de Salud. Otra de las principales causas de mortalidad entre mujeres es la diabetes, también atribuida a una deficiente alimentación; en el 2011, por ejemplo, el 16.8% de las defunciones del género fueron por diabetes y esta tendencia sigue a la alza en la actualidad en el país. Dentro de la población femenina, son las de origen indígena quienes presentan los mayores niveles de exclusión a una alimentación balanceada. Según la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (2006), la prevalencia de desnutrición crónica de indígenas menores de cinco años es mayor que la de los no indígenas: 32.2 contra 10.6% en el país. Tristemente, en el ámbito cultural todavía en gran parte de las comunidades marginadas del país se mantiene el prejuicio de que los hombres deben estar mejor alimentados que la mujer.
A nivel general, a pesar de que nuestro marco legal ha incorporado gradualmente la igualdad entre los sexos y se han logrado ciertos avances en una serie de indicadores sociales en el campo de la educación o la participación femenina en la política; sin embargo, muchas prácticas que generan la desigualdad de género persisten; se reproducen e incluso han surgido otras nuevas que contrastan con los avances conquistados. En particular, el trabajo o el reparto del tiempo y las relaciones familiares son esferas donde el camino que conduce a la igualdad es todavía bastante largo y tortuoso. Como prueba, basta ver que entre los países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), las mujeres mexicanas son las que destinan el mayor número de horas a realizar un trabajo no remunerado; relacionado con las labores domésticas y el cuidado de los hijos, según informó en días pasados este organismo internacional.
En este fenómeno de inequidad social, influyen diversos factores como las distintas edades, orígenes étnicos, niveles de escolaridad y el tipo de ocupaciones, entre otras características demográficas y socioeconómicas. Sobre todo, en determinados sectores, la exclusión social se hace más evidente: mujeres con ingresos bajos o en el caso de familias jefaturadas por mujeres; mujeres inmigrantes; mujeres indígenas y campesinas, entre otros. En especial, como ya señalamos, vale la pena destacar las condiciones negativas en que viven las mujeres de origen indígena; quienes por su condición de cuna, nacen limitadas en sus posibilidades de desarrollo y se ven afectadas por la pobreza, el analfabetismo, la enfermedad, un alto índice de muertes maternas y de embarazos entre adolescentes; la exclusión y –en algunos casos- con los “usos y costumbres” que resultan pretexto para justificar con acciones de barbarie.
Así mismo, es preciso señalar que el trabajo no remunerado es una restricción que no es considerada en la medición de la pobreza y, sin embargo, resulta relevante para el análisis de la desigualdad de género y su relación con su situación económica. El Coneval señala que ese trabajo no remunerado determina en buena medida el acceso de las mujeres a diversos recursos y no sólo se refiere a los ingresos monetarios, sino a otros aspectos relacionados con el trabajo y el acceso a la seguridad social.
Otro factor que daña a la población femenina es su baja participación en el mercado laboral y su mayor dificultad para obtener ingresos; quienes realizan alguna actividad económica se ven afectadas por dos factores fundamentales: por haber tenido por lo menos un hijo y por la pobreza, lo que propicia que normalmente acepten condiciones de trabajo precarias e inestables en las que frecuentemente no existe un contrato escrito que brinde certidumbre legal y jurídica. Encima de ello, las mujeres trabajadoras perciben ingresos menores a los de los hombres en prácticamente todos los niveles de escolaridad (considerados en el estudio del Coneval). En el caso de Zacatecas, un total de 360 mil 300 madres zacatecanas censadas en el 2011, el 62.5% de ellas no tenían un empleo remunerado y sólo el 37.5% sí contaba con uno.
Desgraciadamente, existen una variedad de factores generadores de exclusión e injusticias como el machismo como lastre cultura, el rezago educativo, la desventaja laboral, los desequilibrios en la distribución del trabajo doméstico, la violencia de género o la explotación sexual; por supuesto, todos ellos debilitan la autoestima y la dignidad personal de las mujeres.
A pesar de todo; de tanta adversidad, el esfuerzo y los sacrificios empeñados por las mujeres es enorme, por lo cual, tres de cada 10 mexicanas son las principales proveedoras del hogar, además de que las mujeres representan el mayor porcentaje de quienes concluyen sus estudios y se abren paso en diferentes ámbitos de la vida profesional.
Estos rasgos de discriminación y obligan a las instituciones a redoblar los esfuerzos e idear nuevas formas de acción social dirigidas, principalmente, a las mujeres socialmente desfavorecidas. También es urgente transformar las valoraciones culturales que fomentan un entorno excluyente y retardan el reconocimiento y ejercicio de los derechos de las mujeres. En particular, las madres jefas de familia requieren apoyo especial porque ellas representan la fuerza social y edificadora de nuestro país, con quienes seguimos teniendo una gran deuda.
Twitter: @GRomoFonseca