Los mineros zacatecanos
JAIME ENRIQUEZ FELIX *
Crecimos con el ruido de los garbancillos de los zapatos del minero, golpeando los empedrados de las calles zacatecanas. Sus caras grises las vemos todavía en nuestra mente, con el polvo incrustado en su ropa y en la piel. La lámpara de latón quizá, usaba el carburo como combustible. Los cascos rojos brillantes, de baquelita. Eran sin duda alguna, personajes cotidianos de la ciudad. Nuestros padres, nuestros abuelos y nuestros tíos fueron mineros. Sólo las mujeres tenían prohibido bajar a la mina –decían que se salaba, que se secaba- envueltas en un mito que de cualquier forma era una regla irrefutable.
Nuestra vida giraba en torno a las minas. El gobierno no era tan grande –su burocracia no lo abarcaba todo- como para dar por sí mismo, vida a la ciudad. El Instituto Científico y Literario, con profesores elegantes y con rostros de investigador de alto rango, tenían puestos “honorarios”: vivían de sus profesiones. Nuestras madres despertaban en la madrugada para despachar al viejo que se dirigía al socavón de la mina y para que nosotros fuéramos a la escuela.
La mina que más recordamos era la de El Bote, donde hoy se ubica la magnífica Ciudad Gobierno. Eran hileras de hombres caminando –como si fueran hormigas que se dirigían a rendir el tributo de su esfuerzo a la mina- Se despedían cada día de la familia, pues no había certidumbre de que volvieran. El malacate que los bajaba a su sitio de trabajo se meneaba más duro que la Ciudad de México en el temblor del 85. Los niveles de las minas generalmente inundados de aguas frías, tenían la temperatura caliente que procedía del subsuelo. De pronto se abrían respiraderos de aires que predisponían al minero para una pulmonía.
La espoleta, la dinamita que debía hacerse estallar para descubrir nuevas vetas, eran cosas cotidianas. La explosión no podía cuantificarse ni medirse con antelación, por lo que los derrumbes eran comunes. Todo era “a la buena de Dios”.
Muchos de nuestros parientes fallecieron de silicosis. Iban muriendo en vida, su piel se volvía opaca, su rostro se oscurecía tirando al gris, y sus facciones se pegaban cada vez más al hueso. Parecía que se los iba “chupando la bruja”. Tosían o escupían sangre. Muchos se sentaban en los parques o en el marco de la puerta de su casa, para que el astro rey les diera calor. Un buen día sabíamos que había muerto el minero.
Pero los mineros también sabían hacer fiesta. La tambora zacatecana tenía sones barreteros, donde el golpe de la bota y el sonido del garbancillo combinaban con la música. Las fiestas eran como despedidas de la Revolución cuando iban a las batallas. Festejaban su partida, porque sabían que jugaban con la vida y con la muerte. Su vida no valía nada: algún día sus hijos serían huérfanos y sus mujeres viudas. Lo sabían con certeza.
No queremos el Zacatecas de ayer: queremos minas con tecnología de punta y con seguridad para el trabajador.
Twitter: @jaimenriquez