La izquierda y los problemas de américa latina

AQUILES CÓRDOVA MORÁN

Hay revuelo en toda América Latina (y más allá), por el reciente triunfo de Gustavo Petro en Colombia, un país que se ha distinguido por el prolongado y estable predominio de la derecha más conservadora, que ha gobernado desde siempre en ese país. Los medios resaltan que es esta la primera vez que los colombianos votan mayoritariamente por un candidato y un programa de gobierno de izquierda, de una izquierda, incluso, que en un pasado no muy lejano luchó con las armas en la mano por un cambio radical.

Gustavo Petro es un economista especializado en Medio Ambiente y Desarrollo Poblacional. Nació en Ciénaga de Oro, departamento de Córdoba, el 19 de abril de 1960; estudió en Zipaquirá, un pueblo andino no muy alejado de la capital del país, en el Colegio La Salle, donde se inició por su cuenta en el estudio del marxismo y se volvió un rebelde frente a la enseñanza confesional de sus profesores. Obtuvo la licenciatura en Economía en una universidad privada de Bogotá y realizó estudios de posgrado en Europa. En 1978, a los 18 años, se incorporó al movimiento guerrillero M-19 como enlace entre la guerrilla y su red de contactos urbanos, hasta su desarme y disolución en 1990. Ya incorporado a la vida civil, fue alcalde de Bogotá, agregado diplomático en la embajada de su país en Bélgica y senador de la República. Este es su tercer intento por ganar la presidencia de Colombia.

Muchas esperanzas y muchos pronósticos, buenos y malos, ha despertado el sorprendente triunfo de Gustavo Petro. Los principales puntos de su programa de gobierno, en un resumen muy apretado, son los siguientes: 1) cambiar la economía extractiva (petróleo y minería) de Colombia por una economía productiva; 2) desarrollar un proyecto de protección de bosques y selvas como eje de un modelo de economía autosustentable; 3) educación pública superior gratuita, educación preescolar universal y erradicación del analfabetismo; 4) crear brigadas de salud móviles y secretarías regionales de salud para alcanzar a cubrir todos los rincones del país; 5) reforma del sistema de pensiones, que pasará a ser responsabilidad del Estado. Para financiar estas ambiciosas medidas propone: 6) una reforma fiscal capaz de recaudar 50 billones de pesos, de los cuales 19.5 billones irán directamente a financiar sus proyectos y la diferencia se destinará a reducir el déficit fiscal actual.

El propio Gustavo Petro sintetizó su programa de gobierno, diciendo que busca desarrollar el capitalismo colombiano, no porque adore este sistema, sino porque el país no podrá crecer ni desarrollarse si no se eliminan los vestigios del sistema feudal que lo lastran. No se puede negar que su plan suena muy racional y coherente, y por tanto convincente. Pero la gran pregunta que suscita, como en todos los casos parecidos, es si podrá o tendrá la decisión necesaria para vencer los formidables obstáculos que se avizoran en su camino. El primero de ellos es el contexto social en cuyo seno tendrá que trabajar Petro, ya que la misma votación en que resultó electo manifiesta claramente una profunda división social del país. Por un lado, un cinturón de pobreza y marginación, habitado mayoritariamente por grupos indígenas y mestizos; por el otro, una poderosa región central, industrializada y próspera, habitada principalmente por blancos ricos y clasemedieros. Los habitantes del cinturón de pobreza fueron quienes dieron el triunfo a Petro, mientras que la región del centro votó en su contra. La conclusión parece obvia: el programa de Petro contará con todo el apoyo de los primeros, mientras que el centro rico se opondrá, aunque no sabemos con cuánta fuerza e intensidad. ¿Hacia qué lado se inclinará la balanza?

Para complicar más las cosas, existen otros factores que obstaculizarán objetivamente la reforma del nuevo presidente. Petro no cuenta con mayoría en el Congreso, por lo que se verá obligado a negociar sus reformas más importantes, constitucionales, con la oposición, que seguramente intentará limarles todo aquello que considere opuesto a los intereses que representa, aunque lesione el bienestar de los marginados y dañe la estabilidad social. Además, la propia coalición gubernamental no es homogénea; incluye “liberales” y “progresistas” opuestos por principio a todo lo que huela a radicalismo. En tercer lugar, Colombia es un miembro de facto de la OTAN (aunque no de jure todavía) con el mayor número de bases militares norteamericanas en su territorio, lo que supone una poderosa influencia de EE. UU. en los asuntos del país. ¿Hasta dónde estará dispuesto el imperio a permitir que avance el programa progresista-reformista de Petro?

El país que recibirá el nuevo gobierno enfrenta, además, graves problemas de narcotráfico y descontento popular por la falta de seguridad, el asesinato de líderes sociales exguerrilleros y la ausencia total del Estado en las zonas donde persiste la lucha armada. Petro tendrá que atender y resolver asuntos tan urgentes como el aumento en los precios de bienes y servicios (la inflación anualizada es del 9.07%, la mayor desde el año 2000, según los especialistas); el crecimiento y fortalecimiento de grupos armados; el cumplimiento de los acuerdos de paz, ya que distintos sectores responsabilizan a la falta de garantías del Estado y a la dificultad para acceder a la justicia, del repunte de la violencia y la prolongación del conflicto armado; el asesinato de líderes sociales y excombatientes, que no disminuyó durante el gobierno de Duque; masacres y desplazamientos que, tras de haber disminuido, se multiplicaron con la pandemia; las violaciones a los derechos humanos y ajusticiamientos extrajudiciales por parte de las fuerzas armadas; el narcotráfico y la reanudación de relaciones diplomáticas con Venezuela.

Como podemos ver, el camino hacia un país menos pobre y desigual, con una economía sana y en desarrollo y con más independencia y soberanía sobre sus asuntos internos según los planes de Petro, no está alfombrado de rosas precisamente. Será un reto formidable, y el nuevo presidente y todo su gabinete van a necesitar no solo capacidad de negociación, voluntad de inclusión y un manejo “no polarizante” de los asuntos públicos, sino también convicción a toda prueba, un carácter sereno pero firme y una voluntad de hierro para no perder el rumbo ni olvidarse de la meta que planteó a sus electores durante su campaña. Teniendo en mente toda la problemática del país, resulta claro que el llamado a “gobernar para todos” no pasa de ser una buena pero irrealizable intención, o quizás una invitación a la parálisis y a la traición de sus ofertas de campaña.

Esto último es un peligro real y nada remoto, como lo atestigua la historia reciente de la izquierda que ha gobernado en países como Brasil, Chile, Ecuador, Argentina, etc. Vistos a la distancia, estos gobiernos “socialistas” aparecen como simples apagafuegos, como manipuladores del descontento popular escudados tras su supuesta ideología “socialista” a quienes la alta burguesía permitió triunfar y gobernar precisamente para que desempeñaran ese papel. Por eso, ya en el poder, desarrollaron una política que, en esencia, defendía y promovía los intereses del sistema, y reservaron para los pobres las medidas asistencialistas, los cambios de relumbrón vacíos de contenido, las reformas cosméticas que dejaban intactas y reforzadas las bases del capitalismo criollo tal como sucede hoy en México. Nunca se definieron con claridad ni por unos ni por otros y se quedaron en medio, solos, como el jamón del sándwich. De ahí la facilidad con que la burguesía los reemplazó por gobiernos de ultraderecha cuando ya no hacían falta. Las protestas masivas que hoy vemos en Ecuador, en Chile, en Perú, etc. son la herencia que esos gobiernos “socialistas” dejaron a sus pueblos, con las honrosas excepciones de Bolivia, Venezuela, Nicaragua y Cuba.

Y esto no es casual, sino algo tal vez fatal para las izquierdas desertoras del marxismo leninismo a raíz del derrumbe del bloque socialista en 1991 y que se quedaron sin brújula, o abrazaron sin pensarlo mucho la línea socialdemócrata de Kautsky y Bernstein que triunfó con la República de Weimar en Alemania, continuó con los teóricos del eurocomunismo y culminó con la derrota de la URSS y el bloque socialista. En nuestros días, ser un marxista firme y consecuente se considera una aberración anacrónica, una especie de necrofilia ideológica que raya en la locura, y se ensalza como un gran mérito, como el sumun de la sabiduría y la maestría política, la habilidad de cambiar de ideología como quien cambia de calcetines, traicionar sin remordimiento alguno lo que antes se defendía como verdad inconmovible o el programa de lucha que apenas ayer se enarbolaba ante los pobres y los trabajadores como la verdadera y única salida a sus problemas.

“¡Viva la traición!” dice la primera frase del libro Elogio de la traición de los franceses Denis Jeambar y Yves Roucaute. “La traición no tiene nada que ver con (la) cobardía, marca indeleble de las dictaduras, que ataca las defensas de la democracia para hacerla caer en el totalitarismo. La infamia es propia de la autocracia, cuya naturaleza profunda es el inmovilismo. La traición es la expresión política (…) de la flexibilidad, la adaptabilidad, el antidogmatismo”. “Regla lejana e inevitable del gobierno de los hombres, factor fundamental de cohesión social, la traición es una necesidad imperiosa en los Estados democráticos desarrollados…” (op. cit.). Es la hora del gatopardismo, debieron decir, el arte de cambiar todo (en apariencia) para que todo siga igual, que es el verdadero inmovilismo.

Y se amparan en la autoridad del genio para apuntalar su tesis. “Nicolás Maquiavelo no se equivoca: «Todos comprenden que es muy loable que un príncipe cumpla su palabra y viva con integridad, sin trampas ni engaños. No obstante, la experiencia de nuestra época demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado en cumplir su palabra»”. Y también llaman en su ayuda a Raymond Aron: “La traición es la gran arma de los amigos de la libertad contra la tiranía” (op. cit.). Tergiversan a Maquiavelo al ignorar la frase “la experiencia de nuestra época”, con la cual el genio florentino advierte el carácter histórico de su afirmación y no la eternidad que le atribuyen sus epígonos. No es honesto, además, confundir lo de no esforzarse por cumplir la propia palabra en sinónimo de traición. En la cita de Aron que seleccionaron, podemos adivinar con claridad qué entienden los autores por “libertad” y qué por “tiranía”, un quid pro quo que tampoco habla de sinceridad intelectual. En lo que sí tienen plena razón es en que su tesis refleja con exactitud lo que ha venido ocurriendo en el mundo y en América Latina en los últimos tiempos.

Yo no sé si las izquierdas que han gobernado nuestros países pusieron en práctica esta admirable filosofía o si actuaron espontáneamente. Lo que ahora tiene sentido es la pregunta de si es este el punto de vista de Gustavo Petro o si por primera vez tenemos un presidente izquierdista dispuesto a arriesgarlo todo para no defraudar al pueblo que lo eligió. El tiempo lo dirá, pero creí necesario prevenir a los optimistas, sobre todo a los mexicanos creyentes ciegos de la 4T, de la posibilidad de que vuelva a repetirse la historia de siempre. Desde luego, yo deseo que no sea así, sobre todo ahora que el planeta entero está urgido de políticos y gobernantes íntegros, que no se vendan ni se doblen ante la arrogancia del imperio, que nos amenaza con la destrucción nuclear para obligarnos a aceptar su dictadura y su derecho divino a acaparar la riqueza mundial.