¿Era mejor la “beata ignorancia”?

MARÍA DEL SOCORRO CASTAÑEDA DÍAZ

En el mar de información que cada día satura la red de redes, destacan las noticias que tienen que ver con el planteamiento de que el COVID-19 es una invención de “las élites en el poder” para hacer no se sabe cuántos horrores en un planeta que cada vez parece más convulsionado. Quienes no solamente creen, sino que también difunden la información son un grupo de sapientes personas que, por supuesto, dicen ser más listas y capaces que la mayoría, tan manipulable, que se cree el cuento de una pandemia inexistente.

Es decir, a la ya de por sí preocupante, angustiosa, terrible situación que se vive en una sociedad que definitivamente estaba impreparada para enfrentar una emergencia sanitaria de estas proporciones, hay que agregar un elemento que podríamos incluso pensar pertenece a la naturaleza humana: la confrontación.

Es como si de repente el mundo se hubiera dividido entre quienes creen y quienes niegan la existencia de un virus desconocido y potencialmente mortal del que hasta ahora hay 21.8 millones de contagios en el mundo[1].

El problema es que, por el descuido y la inconciencia de esos seres más listos que la mayoría, hay un potencial incremento de la propagación del virus, inversamente proporcional a la difusión de información que pone en evidencia la incapacidad de las personas para solidarizarse con una causa en la que va de por medio la salud pública.

Resulta hasta cierto punto ocioso pensar en lo que habría ocurrido si la pandemia hubiera ocurrido, por ejemplo, en los años 90, justo antes de la masificación de Internet. Ya el diario español El País se encargó de publicar en abril pasado un artículo dedicado al argumento[2].

Claro está que, si en los años 90 hubiéramos tenido la necesidad de estar en casa para evitar contagios, lo más probable es que, ya sea en México que en España, la situación laboral y escolar habría sido poco menos que insostenible y la gente habría tenido que salir a la calle sí o sí, a menos que la economía se sostuviera por arte de magia.

De entrada, es altamente probable que la velocidad del contagio hubiera sido mucho menor, porque en aquellos años, era mucho más complicado viajar, especialmente a China, donde al parecer apareció el virus por primera vez. Sin embargo, en algún momento la propagación habría ocurrido, aunque lentamente, lo que tal vez, en el mejor de los escenarios, habría representado una mayor posibilidad de preparar a la población para prevenirse.

Como sea, lo que es importante destacar es que quizá la menor posibilidad de acceso a la información habría permitido a los diferentes gobiernos un mayor control de las acciones para prevenir y combatir la enfermedad. Quizá las limitaciones de entonces, cuando la información masiva estaba a cargo principalmente de la televisión, la radio y los periódicos, habrían permitido una especie de “beata ignorancia” que daría paso a un control que por lo menos ahora se ha vuelto imposible.

Que quede claro que de ninguna manera estoy ensalzando el control excesivo y la tendencia descarada hacia la manipulación que entonces existía en todos los países. Mi intención es simplemente reflexionar acerca de que, en el mundo de hoy, hay una tendencia cada vez más fuerte y generalizada a cuestionar hasta lo que es evidente y también hay una hipersensibilidad hacia lo que se considera “control”, aunque, como en este caso, tenga más que ver con el sentido común, con el respeto a los otros y con la salud colectiva.

Está bien, no podemos vivir asustados pensando en el virus como el enemigo invisible que nos puede caer encima apenas ponemos un pie fuera de casa, pero tampoco es sano ni mucho menos razonable caer en el extremo de salir a la calle como si nada estuviera ocurriendo, reunirse con quienes tienen las mismas ideas y encima protestar porque el uso del cubrebocas es obligatorio.

Así ha ocurrido en Estados Unidos, el país más golpeado por la pandemia, al igual que en Alemania y recientemente en España. La gente sale a reclamar porque la obligan a usar una mascarilla que, entendámonos bien, no es cómoda, es casi una tortura diaria que a nadie le gusta y sin embargo, es necesaria para protegernos y proteger a los demás, porque la alerta sanitaria continuará mientras no haya una vacuna ni una cura contra la enfermedad y una manera de evitar infectarse e infectar a los otros es cubriendo nariz y boca.

El asunto de fondo es que el COVID no es un problema que se tenga que aceptar o no como un acto de fe. Parece que cuesta trabajo comprender que no hay, en ningún país del mundo, un sistema de salud capaz de atender a los enfermos graves, y que en cada región hay personas que son más vulnerables, ya sea por su edad o porque su salud previa no sea de lo mejor. El COVID ha cobrado vidas, incluso entre el personal sanitario, y es una realidad que no se puede negar, ni siquiera bajo el argumento de que nadie de nuestro entorno se ha enfermado hasta ahora.

Cuando leo o escucho las opiniones de la gente “más lista” que considera que el tema COVID es un invento de “las élites” para “controlar a la humanidad” y relaciona como en una película de ciencia ficción la tecnología 5G y la posibilidad de vacunación con un asunto de control, no puedo sino pensar que era mejor no contar con esa cantidad de información que hoy, paradójicamente, parece contribuir a convertirnos en seres irracionales.

Es altamente probable que sin Internet y el acceso masivo a todas esas teorías complotistas, tendríamos un poco más de prudencia y estaríamos alertas para evitar los contagios. Quizá entonces no nos habría caído mal escuchar lo que debíamos hacer para protegernos y evitar el colapso de los hospitales, como ha ocurrido en algunos países latinoamericanos.

Hoy, en cambio, los que son “más listos” y “se informan”, como el cantante español Miguel Bosé y la actriz mexicana Paty Navidad[3], se vuelven voceros de teorías extrañas que no le hacen bien a nadie, en primer lugar, porque no tienen un sustento sólido, y en segundo, porque hacen que, efectivamente, las escuchen y se sumen a su causa personas que creen ser más inteligentes y contar con información privilegiada, que luego se niegan a hacer algo tan sencillo como cubrir su nariz y boca para no ser un riesgo de contagio hacia los demás que, a lo mejor un poco menos dotados de entendederas, simplemente deseamos estar sanos, porque eso es lo que creemos justo.

No hay una solución para un problema de confrontación como el que vivimos. Ni los testimonios dramáticos que se pueden ver en algunos medios de comunicación hacen que “los conscientes” crean en que la enfermedad existe y dejen de considerar el uso de la mascarilla como un atentado a sus derechos humanos.

Ni siquiera los líderes del mundo se ponen de acuerdo. Donald Trump, Andrés Manuel López Obrador y Yahir Bolsonaro, jefes de Estado de las naciones más golpeadas en el mundo, no usan cubrebocas ni siquiera como un modo de poner el ejemplo y confirmar que la situación lo amerita. Poco podemos esperar de la gente común, que, con tal de ser única y diferente, decide, solo porque puede, faltarle al respeto a quienes la rodean.

Como nada es para siempre, con el tiempo esta situación también pasará. Para entonces habremos sido parte de la historia y sabremos quién tenía la razón. Por el momento, solamente resta hacer un análisis de conciencia y tratar de evitar que esta pandemia siga adelante bajo la consigna de un “sálvese quien pueda”, avalada por los que han decidido que la existencia del virus es lo más parecido a un acto de fe y en todo caso, aun pensando que el COVID es una invención para manipularnos, como un gesto de la superioridad que caracteriza a los negacionistas, respetar las reglas y tener consideración hacia los demás.

[1] Disponible en https://g.co/kgs/B2CjSS

[2] Disponible en https://elpais.com/tecnologia/2020-04-10/una-ucronia-analogica-asi-habria-sido-la-crisis-del-coronavirus-sin-internet.html

[3] Disponible en https://www.infobae.com/america/entretenimiento/2020/08/17/miguel-bose-convoco-en-madrid-a-una-protesta-contra-el-cubrebocas-y-fue-criticado-por-no-acudir/