Buen momento para los profesionales del derecho

AQUILES CÓRDOVA MORÁN

En tiempos normales nadie duda de la eficacia de la división de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) y, por tanto, a nadie se le ocurre cuestionarla o someterla a una crítica rigurosa. Las cosas cambian cuando se presenta una coyuntura que, en cierto modo y medida, sacude al viejo edificio democrático y fuerza sus elementos estructurales a mostrar su resistencia, solidez y confiabilidad para garantizar la estabilidad del edificio y sacarlo incólume, o con el menor dañado posible, de la coyuntura.

La sociedad se vuelve entonces un buen campo de observación y de estudio para los profesionales del derecho, poniéndolos frente a una oportunidad única para confrontar la ciencia jurídica con la realidad y, de ahí, sacar conclusiones que permitan reforzarla o mejorar sus principios y generalizaciones, haciéndola más segura y confiable para el gobierno de la sociedad y de los individuos.

Tengo la impresión de que los mexicanos estamos entrando en una de esas coyunturas. Hay una innegable alarma por varias de las leyes y medidas implantadas por el gobierno de la 4ªT, porque, en el sentir de mucha gente, están debilitando las bases del Estado de Derecho y lesionando garantías y libertades básicas de los ciudadanos. E incluso, dicen, vulnerando el pacto federal. Menciono algunos ejemplos.

El incremento absurdo de los delitos que ameritan prisión preventiva, es decir, que no requieren sospecha fundada de culpabilidad del acusado, sino que basta con la denuncia y que la autoridad considere que hay peligro de fuga, para que el ciudadano sea puesto tras las rejas. La ley de extinción de dominio. Esta ley permite al gobierno tomar posesión y vender de inmediato los bienes inmuebles de cualquier ciudadano del que solo “sospeche” que opera con recursos de procedencia ilícita. No hace falta probar la sospecha. El “consuelo” que la ley deja al expropiado es que, en caso de resultar inocente, juicio de por medio, el gobierno le pagará su propiedad, pero no se la devolverá en ninguna circunstancia. Así, la expropiación apresurada e injusta se convierte en una venta forzosa, tal como hace el crimen organizado cuando se le niega una propiedad que necesita o que simplemente le gusta.

Sigo. La “ley garrote” recién aprobada por el congreso de Tabasco. Esta ley castiga con cárcel de cinco a trece años a quien o quienes bloqueen el tránsito vehicular o impidan la ejecución o continuación de una obra, pública o privada. Sus autores alegan que no se trata de reprimir el derecho a la protesta pública, sino de castigar el “chantaje” al gobierno o a la empresa privada y la vulneración del derecho a la libre circulación. Dicho sin rodeos: se permite la protesta pública siempre que no cause ninguna molestia, ni el más mínimo daño que obligue a los poderosos a negociar con los inconformes. Se vale jugar al toro, pero sentaditos, como diría el clásico. Así, el derecho a la protesta como instrumento de lucha, se convierte en una simple catarsis: que griten y marchen todo lo que quieran; ya se cansarán, se desahogarán y volverán tranquilos a su pobreza y a sus carencias cotidianas. Además, los “delitos” que castiga la “ley garrote” ya están tipificados y sancionados en el código penal de la federación y de los estados, lo que da sustento al temor de una intención torcida y perversa oculta tras la doble penalización.

También hay descontento por otras medidas: el despido arbitrario y masivo de trabajadores que tenían decenios laborando para el Estado, argumentando la necesidad de adelgazar y abaratar el costo del gobierno; la ley salarial que prohíbe que alguien, funcionario de alto nivel o especialista capacitado, gane más que el presidente de la República. Los afectados se preguntan qué ley económica inviolable aplicó el presidente para fijar su salario en 108 mil pesos; y por qué están ellos obligados a someterse al mismo rasero que, sospechan, no tiene nada que ver con los factores que en el mundo entero se usan para fijar los salarios.

Finalmente, hay descontento e irritación por la clara violación a la soberanía popular cometida por los diputados de Baja California al aprobar una ley que prolonga a cinco años el mandato del morenista Jaime Bonilla, cuando el pueblo lo votó solo para dos años, escudándose en la soberanía de los estados. Y también por la supresión de organismos autónomos por decreto, o mediante el recurso “sutil” del ahorcamiento presupuestal, y por el nombramiento de super delegados en cada estado con poderes y recursos superiores a los del gobernador respectivo. La opinión pública piensa que esta supresión, o el alineamiento ideológico a fortiori con la 4ªT y con el presidente, o las violaciones al pacto federal, están totalmente fuera de la ley y hacen temer que nos estemos acercando a una dictadura centralista.

Creo honradamente que los frutos esperables de estos cambios y movimientos aun no pueden medirse con precisión y calificarse en forma definitiva. Pero lo que sí está ya más que claro es que leyes, cambios y decisiones tienen su origen en la voluntad presidencial; todas son decisiones presidenciales, aunque se oculten tras la necesidad de ahorros o tras la soberanía de los estados. Y por lo tanto, también queda claro que se ignora olímpicamente la existencia y las atribuciones de los otros dos poderes de la Unión, el Legislativo y el Judicial. La promulgación de leyes inconstitucionales que vulneran los derechos y garantías ciudadanas; que elevan las penas sin cuidar la debida proporcionalidad entre la falta y el castigo; que convierten en delito la “intención” de delinquir; que incorporan delitos mal definidos o indefinibles por su naturaleza subjetiva; no puede hacerse por orden presidencial sin atropellar flagrantemente las atribuciones del poder legislativo y del judicial, todo lo cual deja muy mal parada a la tan llevada y traída división de poderes de la democracia representativa.

La abstención o la impotencia del poder legislativo y del poder judicial en lo que hoy ocurre, dice a las claras que, tal como hoy existe y funciona, la división de poderes, simplemente, resulta incapaz de equilibrar y contener el desbordamiento del Ejecutivo más allá de sus atribuciones legales. Parece que tanto la forma en que son electos o constituidos los otros dos poderes, y su relación con el Ejecutivo, los obliga, por debilidad política y presupuestal, a someterse a este último. Pienso que es ahora cuando nos debemos dar cuenta de que los procedimientos instituidos para formar y legitimar al poder judicial, así como su dependencia presupuestal del erario que maneja el Ejecutivo, son del todo inadecuados para darle fuerza política propia (puesto que no nace directamente del voto ciudadano) y estabilidad invulnerable, y así poder ser un verdadero contrapeso y garante del Estado de Derecho.

Creo que es hora de buscar nuevos mecanismos, más efectivos, para garantizar la verdadera independencia de acción y de opinión del poder legislativo. Hoy, lejos de sentirla como una carencia por remediar, se tiene por un mérito digno de aplauso la sumisión total al poder Ejecutivo; y considerar como su mayor deber darle “buenos resultados” al señor presidente, aprobando sin cambiarle una coma, todo lo que tenga a bien enviarles como iniciativa de ley. Parece que es hora de responsabilizar más a los partidos políticos por el desempeño de sus diputados en funciones; obligar a éstos a legislar realmente, respetando el marco legal en que están obligados a moverse, quizá retirando al Ejecutivo la facultad de iniciativa en esta materia para convertirla en tarea exclusiva de los diputados. O, en defecto de todo ello, crear sanciones severas para toda violación al Estado de Derecho en que pudieran incurrir, y un mecanismo seguro para aplicar sin falta el castigo, siempre que sea necesario.

La supresión o creación de organismos autónomos no deberían quedar a merced del Ejecutivo en ninguna circunstancia; tampoco el manejo discrecional del presupuesto con que funcionan dichos organismos autónomos, y menos del de los otros poderes. Ni siquiera bajo jurisdicción del Congreso que, como vemos, carece de autonomía real para hacer verdadero contrapeso al Ejecutivo. El respeto a las leyes que garantizan los equilibrios federales, el funcionamiento de los órganos de la soberanía estatal, los derechos y funciones de los gobernadores, deberían garantizarse de manera férrea, precisa, clara e inviolable por leyes diseñadas al efecto. No debería dejarse sin castigo una violación tan grave y flagrante como las que acaban de ocurrir en Tabasco y Baja California.

Creo que todo esto ocurre porque la división de poderes actual es puramente formal y declarativa. En los hechos, por la forma en que se eligen sus miembros, por su dependencia financiera del presupuesto federal y por la ausencia de otros recursos reales para someter al Ejecutivo, esos poderes hoy se conforman con ser testigos pasivos de lo que ocurre (y tal vez condenarlos in pectore), pero sin atreverse a poner las cosas en su sitio. Pero en última instancia, y tal como reza el título de esta colaboración, quienes deben aconsejar a la patria sobre las medidas más adecuadas para corregir abusos y desviaciones de todos los poderes y de todos sus miembros, son los profesionales del derecho. A ellos hay que ceder la primera y la última palabra.

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