Migración, la industria de la trata

SOLEDAD JARQUÍN EDGAR

No soy experta en el tema migratorio, pero soy humana. No sé puede una leer e informarse y hacer como si nada pasara, como que eso que le pasa a las personas migrantes no es asunto nuestro porque le pasa a las otras, a los otros.

Por años hemos sabido de qué se trata, qué es lo que pasa en ese espacio geográfico de nuestras fronteras, del sur y del norte, donde las migraciones parecen incrementarse resultado, sobre todo, de la violencia que viven los países centroamericanos y caribeños, más recientemente, y donde los sueños de miles de mujeres y hombres se pulverizan al pasar por el largo trayecto que significa recorrer México de sur a norte para llegar a Estados Unidos de Norteamérica.

Por décadas hemos tenido información sobre el fenómeno de la trata, el comercio de seres humanos, en los tiempos de la “democracia”, en la era de las “tecnologías” y de los avances “científicos”, fenómeno que nos revela eso que parece no tener “tecnología-ciencia-política para contrarrestar la deshumanización de los gobiernos y de las sociedades.

Sabemos, lo vemos todos los días, ahí están las imágenes cotidianas que la migración, tanto en el norte como en el sur, es un negocio lucrativo, nocivo, perverso que se alimenta de la corrupción del funcionariado de todos los niveles de gobierno que solapan a traficantes o polleros.

Hemos escuchado testimonios de mujeres narrando esas historias de violencia sexual una y otra vez, mujeres a las que nadie les hace justicia, ni aquí, ni en sus países de origen ni en los países a donde van. Mujeres que sobreviven a su condición social, a la estructura que las deja inertes y que, lastimadas por dentro y por fuera, deben seguir la vida, despertar al siguiente día, como si nada les hubiera pasado aunque un tren machista les haya aplastado la dignidad humana.

Las fronteras son el reflejo de la crisis mundial. Son esos los tiempos que vivimos en Europa o en América. Allá las balsas cargadas de personas humanas que infinidad de veces sucumben ante la ferocidad de los mares y entonces los miramos, flotando sin vida, arrastrados y arrastradas a las playas a donde fijaron su meta de llegada para seguir la vida no para morir.

En América central y América del Norte no son mares furiosos, son economías furiosas contra la pobreza los que los arrastran en esos caminos de odio, de discriminación, tanto de quienes los trafican como mercancías como de quienes los miramos ajenos, molestos, confundidos porque pensamos que todos y todas son delincuentes, que todas y todos nos quitarán el pan de la boca, igual que Donald Trump el xenofóbico gobernante estadounidense que ordena y manda, mientras en México, el gobierno federal, los estatales y los municipios y ahora la guardia nacional  le ayudan a hacer la tarea de cerrar las fronteras.

Acciones que se han traducido en más violencia y en muertes innecesarias de mujeres y hombres de todas las edades, cuyo único objetivo era alejarse de la violencia que viven en sus países de origen o de la pobreza que los ha asolado durante generaciones.

Por cierto, el “fenómeno migratorio” de la frontera sur también ha tenido su utilidad para el sistema gubernamental y para la industria del tráfico de vidas humanas, nada o casi nada sabemos desde hace meses de la migración de mexicanos y mexicanas hacia Estados Unidos. No olvidemos nunca que ahí están y que buscan cómo pasar hacia el otro lado, que también cuentan historias de terror y de violencia.

Oscar y Valeria, padre e hija ahogados en el río Bravo, ella de apenas un año, son producto de la intolerancia de quienes gobiernan -Estados Unidos de Norteamérica y México- pero también de nuestra mirada complaciente, de nuestra impotencia.

¿Será verdad eso de que cada pueblo tiene el gobierno que merece?

Espero que no.

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