El desasosiego producto de una guerra inexplicable y absurda

SARA LOVERA

Si fuera poeta iría de la mano con Fernando Pessoa, en su desasosiego, doliéndome y vomitando en la aterradora vida. Acudiría a refugiarme en diálogo con los ojos de Rosario Castellanos por el mar de inmundicia en que se discrimina a los pueblos originarios, a sus hombres y mujeres; buscaría incesantemente a una nodriza, como la de ella, para refrescarme.

Pero no soy poeta. Sin embargo, estoy aturdida y me duele la piel. Me rebelo contra la humanidad que llevo a cuestas a pesar de todo y como Jaime Sabines siento que el diablo está en mi cabecera y se acomoda por las noches a los pies de mi cama.

Leí y releí, éste 3 de mayo, las palabras de Adriana Malvido con esa pluma que se le da, rescatando otras aristas de su profundo y cultural periodismo, sin callar un instante su desgarramiento. Haciendo homenaje a las y los periodistas que ponen en manos del destino su vida, y rescatan el dolor de madres, viudas y hermanas sufrientes en esta hora en que sólo suman las pérdidas.

Vi en la televisión a Frida Guerrera, la vi explicando su libro #NiUnaMás, la vi azorada. Dice esta mujer que las familias que sufrieron la pérdida de una mujer adulta, adolescente, niña y hasta bebé se encuentran desesperadas, sin saber qué hacer o hacia quién dirigirse.

Hijas que, de pronto, ya no tienen a su madre, desamparadas. Sufren de la desesperanza…no saben en quién confiar. Se suman a la incertidumbre por las ausencias. Así le contó al periodista de Milenio que perdía por instantes la compostura, no por las cifras de feminicidio que son atroces, sino cómo ella decidió darles voz a las mujeres asesinadas, hacerlas visibles, dando abrazos, indignándose día a día.
Y me pregunto ¿Cómo enfrentar el poder silenciador de homicidios y desapariciones?

Así, ellas o ellos transcurren en el laberinto de la nada al que acudió desesperado Pessoa, en noches larguísimas, como adivinando que sólo nos resta la tristeza y, sin embargo, nos puede salvar y salvar al mundo con el canto a la vida como nos propone Pablo Neruda.

Cómo ser testigo de la vida cotidiana y entrar en el bosque para conocerlo y hasta entonces escribir sobre el bosque como decía Federico García Lorca. A mí me aturde el bosque, donde entramos quienes somos oficiantes del periodismo. La realidad es más cruel que el sentimiento de un amante abandonado o la pérdida infinita del ser más querido que se haya tenido en la vida.

No hay nada que apacigüe las tremendas profundidades del pozo de la crueldad, que conocimos durante décadas, como el Holocausto nazi: No hay forma de no sentir que se cae en el precipicio.
Mientras van y vienen las declaraciones, las reuniones de palacio. Los ofrecimientos.

Pensé que estaba en otro planeta. Es la maldad que me asustó desde la infancia. Con personajes populares contra los que me revelé cuando me hice feminista y me expliqué simplemente: “es el patriarcado el que inventó la maldad para oprimirnos”.

Pero la pesadilla se encarna. De la misma manera que se tortura a una mujer durante una violación individual o tumultuaria, en un escenario de suplicio que se creía de los tiempos de la inquisición o el fascismo. En un terreno oculto como sucede con el apresamiento de las mujeres acusadas de aborto, con otro nombre, de esos textos engañosos que existen en nuestros códigos penales. Es lo mismo, me estremezco.

Y sí. La desgracia se encarna. Hace 5 años me tocó de cerca. A él lo conocí, lo entrevisté. Tuve querencia a su madre, tía política. A ella la recordaba entre la bruma del tiempo. Me recibió en su casa de ese lugar de cielo azul infinito techo del pacífico tranquilo y azulverde, de olas perezosas e inquietantes. Estoy feliz me dijo. Su casa está idéntica, no ha movido ni una figurilla de porcelana que tiene entre retratos familiares en la marquesina de su chimenea; están en pie la cantina, las sillas de bambú brillantes; los cojines blancos y el piso de madera lustrosa.

“Yo estoy aquí, como siempre, esperando que vuelva”, mientras el clima nos arrancaba el sudor de esa ciudad extremosa, de esa costa gigante que contiene hierro para la siderurgia y que les arranca a los obreros diariamente la tibieza de sus manos, la fortaleza de sus cuerpos, la salud de sus pulmones.

Cuando la conocí, hace más de 40 años, su piel aduraznada y sus ojos vivaces, creía no reconocerla. Pero, ahí estaba, de su perfil nada ha desaparecido, ni por el tiempo, ni por el clima, ni por la pérdida. “le dieron un balazo en la cabeza, no lo torturaron”, describe. Le tenían respeto. “No lo quise ver, porque de él lo que tengo es su vitalidad y su entereza”.

La ciudad asaltada hace tiempo; donde se vive en medio de escenas cotidianas de horror y se respira insultante la muerte a la vuelta de la esquina; pero no cesan las calderas de la elaboración de acero y el rumor de los barcos del puerto, los que te despiertan en la madrugada; en sus calles la gente vive, toma, baila y apenas voltea, de día y de noche, cuando pasan los convoyes de la marina y el ejército, aunque esa gente tiembla por dentro, porque nunca se sabe a dónde van, a quien buscan, y que sucederá, en un instante atropellado.

Y ahí vive. Sola, sin quererse ir. Durante más de 40 años, como maestra de párvulos, vivió encantada, llena de la inocencia infantil y su vida se fue llenando. Él, ejecutivo, sobradamente satisfecho, guapo. Viajaba, a veces muchos días. “Así creo que sucede ahora, lo espero con la mesa puesta, el trajinar de la casa y los perros guardianes”.

Mientras, hablábamos de la familia, del tiempo, del barrio, y de pronto sacó tres copas y tomamos vino blanco helado. Mi acompañante, una querida amiga escuchaba en silencio total. Ella, me dice que no le ha hecho caso a su soledad y no quiere pensar ni en la ausencia de esta viudez impuesta que lleva a cuestas, ni en el pasado ni en el futuro. No tiene el más breve asomo de enojo, ni piensa en vengar esa muerte absurda y lastimera. Se toca cada segundo la cabeza y habla de su hija, de su nieta, de su hijo y sus tres nietos que viven a cientos de kilómetros de ese puerto que lleva el nombre de Lázaro Cárdenas.

No ha tirado la ropa de él que se fue, ni se ha deshecho de sus libros de ese hombre con el que tejió quimeras durante 42 años. “Él habló con ellos, los enfrentó, no se dobló, ayudó a los ejidatarios dueños originarios del hierro; en la empresa fue de todo, administrador, gerente, director de planeación, componedor de las huelgas que se daban cada año, de las ventas, coordinó la llegada de nuevas tecnologías de refinación, trabajó, nunca pasó por su cabeza jubilarse y volver a la ciudad chilanga donde nació.

De su padre, este hombre, heredó la enjundia, el amor a México y a la autonomía nacional. El respeto al cardenismo ido. Confrontó al sindicato, uno combativo y actuante. Miró todas las mañanas los cerros y las palmeras.

Ella está en la estadística de las viudas del horror. Días antes de que lo asesinaran y lo tiraran en un camino oscuro y desolado, ella recuerda: “él sabía, me quería proteger, estaba con una rara inquietud, iba a buscarme para cualquier cosa, pensaba en mi seguridad”. Cuenta que era muy sano, a sus más de 60 años. Juntos vieron pasar la larga historia de un pueblo que se volvió uno de los puertos más estratégicos para el comercio exterior mexicano. Juntos vieron muy pronto partir a su hijo e hija, vivieron alejados del resto de la familia, pero en las fiestas en esa casa amplia y agradable, recibían a todas y todos quienes quisieran visitarlos.

Hoy, jubilada, en su quinto año de viudez no hace sino esperar su regreso. Se dice feliz, porque él está ahí. No tiene rabia, pero si una tristeza larga, un desasosiego profundo, una gran desesperanza sólo apuntalada por el recuerdo y una perspectiva sin sentido. Esa que le dejó el crimen organizado, en un Michoacán desgarrado hace ya más de 15 años, tocado por una guerra inexplicable, insoportable que ha sembrado ausencias cotidianas.

Una mujer que en el abrazo, ese del que habla Adriana Malvido, y que el maestro Manuel A. Ruiz, poeta zapoteco, de Ixhuatán, Oaxaca, escribió sobre procesos de reconstrucción luego del devastador terremoto de 2017: “Los abrazos son indispensables para retomar fuerzas: cuando unos brazos rodean tu cuerpo el espíritu vuelve a su lugar (…) Los abrazos siempre sanan, renuevan, reconducen la historia”.

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