José López Cortés: Cuando los políticos eran honrados

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

José López Cortés era un comerciante de productos extraños, asentado prácticamente donde iniciaba la avenida Hidalgo. Vendía guayaberas para el verano, y sombreros Panamá más para el aire que para el sol; ropa térmica y sobre todo, productos de consumo popular.

Tenía dos vitrinas enormes a la entrada de su negocio, que muchas veces ornamentaba el popular “molinillo” Díaz Lorck, escenógrafo de XV Años, carros alegóricos, bailes de la Universidad de Zacatecas, y que también ofrecía servicios para comercios.

La clientela se veía atraída por la presentación de la ropa que allí se exhibía: underwear para el invierno, saracov para los topógrafos y hasta una incipiente ropa deportiva que aún no se usaba cotidianamente. Al detenernos a observar los aparadores, se presentaba un hombre amable con chaleco y corbata, sin saco, que nos convencía de entrar a comprar a su establecimiento. 

Con el tiempo fue nombrado candidato a presidente municipal, ganó la contienda y resultó un excelente funcionario: honrado, transparente, amable y siempre dispuesto. Desde luego, por aquel entonces Zacatecas tenía cinco policías y una “julia”. A los gendarmes les llamábamos callentos, porque eran campesinos con uniforme y gorra chueca, que tenían dos rostros: los calentabas y te agarraban a macanazos, o les platicabas y se transformaban en gentiles hombres del campo.

Cuando José López Cortés terminó su mandato, regresó a su tienda con toda humildad. Volvió a ser el comerciante de siempre, sin haber robado, sin haber dañado y habiendo cumplido con un deber social a carta cabal. Podríamos compararlo con los déspotas actuales, para entender que la política y la vida eran entonces diferentes. 

Raúl López Herrera era uno de sus hijos, compañero del Instituto de Ciencias Autónomas de Zacatecas. Callado, discreto, no importaba que su padre fuera quien fuera, él era un joven más, con la mata larga –que se empezaba a usar entre la juventud de la entidad-.

Hoy es un artista de la luz y de los instantes. Un mago como Merlín que describe lo indescriptible, que le da color a los objetos que nuestro ojo humano no alcanza a percibir o nuestro cerebro a reflexionar. Un hombre que doma los cielos con su cámara, que inmoviliza al arte sacro o al funeral, que retrató a la Revolución Mexicana y a la fantasiosa fiesta de Bracho, cuyos personajes han cambiado la historia sin importarles el traslape de los tiempos, en aras del regocijo popular.

Deambula en los impenetrables rincones del Estado y de la Patria. Observa, capta y presume las imágenes de Europa: lo mismo las gárgolas de las novelas de Víctor Hugo petrificadas en Notre Dame, o el Sacre Cour de París, donde los pintores ofrecen al mundo su arte. No se le escapan los clochard franceses –aquellos nobles o burgueses que por dificultades emocionales se retiran de un mundo cómodo para dormir en las estaciones del metro y pedir un franco o un euro para comprar su vino tinto o su baguette, mientras el gobierno de la Mere de Paris no solamente les da facilidades para subsistir, sino que semanalmente pasa vehículos para asear sus cuerpos y detectar su estado de salud. Los impuestos franceses sí trabajan-.

Raúl presentó en 2012 su libro “La magia del instante”. Sueños, fantasías, pero finalmente colores, movimientos que muestran a Zacatecas el sentir de una historia que nos extrapola fuera de la ciudad. Las quimeras se reflejan en Europa y las roba para que los zacatecanos disfrutemos de esos bellos instantes de luz y color. 

Ha construido su casa de Tarzán en el primer cuadro de la ciudad. Lo llama “el Sótano”. Un pequeño centro cultural inteligentemente configurado, donde expone su obra, se imparten conferencias, se sirven vinos de honor y sobre todo, se hace gala de la calidez de una familia zacatecana que trasciende por su amor a la cultura y que no puede olvidar su niñez en la Alameda Trinidad García de la Cadena, a unos cuantos pasos de este recinto, y de la tienda de su inolvidable padre. Estos tres vértices parecen los de un triángulo isósceles, que los reanima cada día para vivir una historia infinita que aún no terminan de escribir.

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