El match Julio César-Canelo. Las Vegas, Nevada

JAIME ENRIQUEZ FELIX

Como una festividad religiosa de un pueblo de Tlaltenango o de Tabasco en Zacatecas, se reunieron los mexicanos a tomar cerveza y a disfrutar del evento más importante quizá, de este ano en el boxeo entre dos mexicanos.

Las meseras sajonas, los bebedores, mexicanos. Algunas chulas campiranas excedidas en peso, con su cara bella, mucho maquillaje y bebiendo no whisky sino cerveza, ya fuera Heineken o Corona Extra.

Un zacatecano entonó el Himno Nacional: Pepe Aguilar que, como obligado por las fuerzas de la naturaleza se subió, cantó y se bajó. No hubo un ¡Viva México!, ni siquiera una sonrisa de azafata.

Los mexicanos, como barítonos de rancho cantaron con enjundia nuestro Himno Nacional. Todos de pie y algunos con la mano en el pecho, como en las primarias campiranas, donde transitamos de niños, adoptando ese estilo.

Los gritos al inicio de la función se observaban mayoritariamente en favor del Canelo, pero las voces fueron girando poco a poco hasta empatarse las de Chávez con el pelirrojo boxeador.

El ingreso de los pugilistas, primero el retador, juguetón, sonriente y suelto, arribó al ring con la ovación total del público. Llego el Canelo después, con cara de estreñido, con un austero rostro en su equipo que mostraba preocupación. La foto de la madre del Canelo, que estaba entre el público la mostraba persignándose y francamente preocupada.

Una buena cantante entonó el Himno Americano. El respetable público se comportó bien. También se observa que muchos de nuestros paisanos ya conocen el himno de los Estados Unidos, de otra manera, nadie hubiera acompañado a la cantante.

La pelea fue de dos titanes. Julio César más alto, pero más delgado, más ágil. Por lo que observé, la estrategia de su manager que es uno de los mejores del mundo, resulto como ellos la planearon y el Julito obedeció por primera vez la voz del entrenador. Su padre gritoneaba entre el público buscando provocar una pelea de un león contra un toro.

Pasaron los rounds. Julio César resistió todo, desvaneció el mito del noqueador. Se expuso, lo cocoreó y nunca fue derribado.

Desde luego, el cuidado prevaleció en el sinaloense. Pero no iba a ganar la pelea, iba a revivir como boxeador y revivió. La estrategia de su entrenador funcionó.

Al Canelo, si bien ganó la pelea por decisión dividida, el combate no lo ha dejado como un campeón contundente. El peleador ruso ya está en toriles para la próxima pelea con el Canelo.

El Canelo ha puesto en evidencia en esta pelea. Ya no es el Cassius Clay de su división y ya no estarán ni el canal de Las Estrellas o Televisión Azteca escogiéndole boxeadores a su gusto. Ahora viene la que si pudiera ser la gran pelea y aguas. A los rusos no se les entiende, no discuten mucho. Nomás pelean.

Julio César seguirá siendo un boxeador con cartel, quien venció durante su niñez los vicios de su padre, lo que ya lo convierte en ganador.

Salvarse él y su hermano de los peligros de la droga convirtiéndose en atletas del boxeo no es cosa menor. Aún con disciplina y buena dirección pudieran volver a ser campeones mundiales.

La pelea fue un festín deportivo sin las sombras de la Migra, porque no llegaron, con mexicanos de una segunda generación, seguros de sí mismo, con tenis en lugar de huaraches, con jeans de marca, la camisa bandajona demostrando que ellos son también campeones de las dificultades, del trabajo rudo y asoleado, pero, indiscutiblemente, son campeones mundiales en eso de nadé de perrito el Río Bravo o de brincar infinitas veces el desierto, con migra o sin migra y así lo presumen. ¡A mí esos pinches bolillos me la persignan cada vez que regreso a Zacatecas para ver a mis padres!

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