El espíritu de las leyes

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

Estudiar simultáneamente a John Locke y a Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu parece natural. Es como si este último hubiera sido el heredero ideológico del primero: la segunda parte de una historia bien contada por el inglés, y ahora “aterrizada” por el francés, quien se dedica a analizar con detenimiento la forma en que actúa el hombre como ser social, y el gobierno, como voluntad expresa de las sociedades, de acuerdo a las particulares circunstancias en que han sido colocados uno y otro.

Montesquieu comprende el “Espíritu de las Leyes” como propias de la naturaleza humana e indispensable para la comprensión del accionar social. Se refiere específicamente a las leyes de la naturaleza y las considera como productos de la propia existencia del hombre: como parte de un cosmos superveniente -de un orden superior- el ser humano está sujeto a leyes que se integran a su propia naturaleza de manera indisoluble. Parte de una premisa que nos hace recordar las incontables visitas al sicólogo que los ciudadanos del siglo XXI realizan, cada vez que les deprime la conciencia de su propia fragilidad individual y como miembros de una raza que pasa desapercibida frente a la grandiosidad de las fuerzas de la naturaleza y la vastedad del universo. Para Montesquieu, frente a la fragilidad y la timidez propias del reconocimiento de su lugar en el orden natural, la primera de las leyes naturales es la paz, la búsqueda de la propia supervivencia, a costa de coexistir en el entorno y de convivir con quienes le rodean.

Luego de leer a Montesquieu, las teorías motivacionales y la pirámide de necesidades de Abraham Maslow parecieran un mero refrito de ideas concebidas por aquel más de un siglo atrás: la supervivencia como base de la motivación, la búsqueda de alimentación y abrigo después, para continuar con la atención de requerimientos que surgen luego que están cubiertos los más básicos, hasta llegar a un estado del “ser social”, que impulsa a los hombres a vivir en sociedad y a obtener la gratificación del reconocimiento de sus iguales y hasta el deseo de sobresalir entre ellos.

Pero Montesquieu no se detiene en esas consideraciones –que son seguramente objeto de estudio por los sicólogos de la post revolución industrial-. Montesquieu va más allá cuando se adentra en las leyes positivas que, a su parecer, se alcanzan en cuanto el hombre descubre su quehacer en sociedad. Es ese conocimiento lo que alienta la diferenciación entre los pueblos: da a cada quien su lugar territorial, su afán de pelear por defender su estatus y por acrecentar su patrimonio. Las leyes positivas que plantea el filósofo francés, se hacen diferentes de pueblo a pueblo, según su cultura y sus particulares pareceres. Es así como el Derecho obtiene connotaciones que, aunque universales, varían por regiones de este “gran planeta”. Sobre el inevitable nacimiento del “arte de la guerra” derivado de la convivencia social, no dudó en señalar que es “feliz el pueblo cuya historia se lee con aburrimiento”.

Las aportaciones de Montesquieu a la sociología moderna son innegables, pero seguramente su huella indeleble está marcada en la división de poderes como premisa de coexistencia y progreso en los gobiernos. La claridad con que divide las funciones del Ejecutivo (declarar la guerra, definir embajadores, prevenir las invasiones) –que, bien puede seguir a manos del Rey, opinaba, como buen monárquico y defensor de su propia supervivencia en un mundo donde las monarquías eran el modo casi inalterable de encabezar cualquier gobierno- de las tareas del Legislativo (encargado del Derecho de Gentes y por tanto, de revisar y operar los procesos de relaciones de los ciudadanos entre sí y con el gobierno) y finalmente, de las labores del Poder Judicial (para castigar los delitos y dirimir las contiendas entre particulares) resulta sin lugar a dudas, un parte aguas en la forma de concebir un Estado moderno.

El equilibrio entre estos tres poderes, que Montesquieu sostiene como indispensable para el funcionamiento y la viabilidad de las sociedades, está planteado tan magistralmente como pudiera haberlo hecho un científico como resultado de hipótesis rigoristas verificadas una y otra vez hasta su comprobación.

De Montesquieu sorprende su claridad de planteamiento, su capacidad para observar las diferencias entre las vocaciones y los quehaceres de los pueblos y, de modo especial, la temporalidad acotada de los mandamientos legales: no hay leyes “para siempre”, con todo y que las naturales de alguna forma lo son. Las leyes positivas se crean y se sustituyen conforme conviene al progreso y al cambio. Esta es una sabia y moderna forma de pensar que, seguramente, será preservada durante innumerables generaciones. En la vorágine de la era que le tocó vivir, Montesquieu comprendió que esa capacidad de adaptación y el mantenimiento de equilibrios flexibles entre poderes y quehaceres, asegurará la supervivencia de los estados. Una noción profunda, que resulta sorprendente y que prevalecerá entre quienes estudiamos los fundamentos de la Teoría Política para descubrir que, aparentemente, “no hay nada nuevo bajo el sol”. Los grandes lo dijeron todo mucho tiempo atrás.

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