Historias de familia

JAIME ENRÌQUEZ FÈLIX

La Toma de Zacatecas había destruido la ciudad y también las familias. La Revolución, lucha épica tan significativa como una etapa fundamental del siglo pasado, provocó que los mexicanos se agruparan de un lado a favor de la tiranía –sobre todo el ejército que el gobierno había reclutado- y de otro lado, el pueblo. Pero esta controversia armada destruyó la patria, no sólo por los combates sino porque la nación vivió sin la incipiente producción industrial y sin la productividad del campo. Las vacas y demás cuadrúpedos se convirtieron en alimentos, las grandes haciendas que funcionaban debido a la explotación de los jornaleros, dejaron de producir. México se sumió en la más severa marginalidad y vino lo que fue llamado “El Año del Hambre”. Recuerdo muy claramente cómo lo describía el abuelo Juan, él había sido carbonero en la ciudad de Zacatecas, pero había nacido en Morelos, a unos 30 kilómetros de la capital. Con su familia salió por tren a Chicago en la búsqueda de trabajo: sólo llevaban lo puesto.

La abuela, que se muestra en la parte de atrás de la fotografía es como un espíritu y, desde luego, como un reflejo del machismo de los hombres de la época. Don Juan en el centro de la imagen  -treintón en esa época-, flanqueado a la derecha por el tío Pepe, de vestimenta humilde, hecho casi un hombre –quizá tuviera unos trece años- con una altura y  una fornitura similares a la de su padre. A la izquierda mi papá, Juan, y en las piernas del abuelo, la tía Carmelita. Esta, pasado el tiempo, se casó con un joven de Sombrerete y se fueron a radicar a los Estados Unidos. Al parecer el murió o la abandonó; con un hijo en brazos atravesó a pie hasta llegar a la frontera de un lugar desconocido. Ya en México se pudo comunicar a Zacatecas y mi padre, Juan Enríquez fue por ella hasta una comunidad de indígenas del norte de Tamaulipas.

Mi tío Pepe, el mayor, hombre recio, serio, casó con la tía Estela, una bellísima dama de Jerez. Vivieron en Zacatecas, en el callejón de los perros. El tenía un transporte para vender mercancías y comprar maíz y frijol. Iban a diferentes comunidades, una de ellas era el valle de Valparaíso, que así era llamado. Hacían más de 24 horas en llegar desde la capital hasta este bello rincón de la entidad. Había que atravesar ríos, arroyos y conducirse por caminos de herradura. Permanecía días en sus travesías. Un día decidió dejar a la pobre Zacatecas que aún sufría les esquirlas de la Toma de la ciudad. Se fue a Laredo donde puso un negocio de aguas frescas que fue exitoso, para regresar luego a nuestra entidad a montar la mejor tienda que ha existido en el municipio de Enrique Estrada. Se volvió a ir, esta vez a Tijuana con Sergio, su hijo mayor. Trabajó como todos los zacatecanos trabajan cuando dejan el estado: largas jornadas que le dieron para construir casa para su familia donde ahora viven y que les sirvió de punta de lanza para trasladarse a Orange County en California.

Don Juan, mi padre nació en 1916. Cuando regresaron a Zacatecas él se convirtió en “chícharo” de don Guadalupe Díaz que estaba instalado en la calle que ahora se llama López Velarde. En esa tienda tan importante de la ciudad, aprendió a hacer fideo, a curtir chiles en vinagre y a conocer del negocio del abarrote. Al pasar los años, mi abuelo con sus hijos se instaló en lo que es el inicio de la avenida donde iniciaba la Plaza de San Pedro y después, en el Callejón de la Bordadora, vecino del otro Juan Enríquez, y pegado a la tienda del señor Jacques, donde mi papá había trabajado como empleado alguna vez. La tienda es próspera y tenía una sola restricción: las mujeres no podían entrar a las tiendas porque las salaban, ni tampoco a las minas, porque según la creencia, eso hacía que se agotara el mineral. Esa tienda fue un negocio próspero que permitió a mi abuelo comprar algunas casas y otras vecindades por la avenida Morelos.

Mi padre se separó del suyo para iniciar un pequeño negocio en la entrada del entonces llamado Mercado de Carnes en el Laberinto. Un sitio conocido como Tabarete, de 20 metros cuadrados, que fue seguramente construido por franceses, como otros similares que existían en el Portal de Rosales, o en las afueras de la entonces Presidencia Municipal en el Jardín Independencia.

Toda mi vida fui acompañante de mi padre, pues siempre tuvo un afecto excepcional para mí. Saliendo de la escuela me iba a trabajar con él, y regresábamos a la casa entre 8 y 9 de la noche. La situación financiera no era boyante, por lo que mi padre combinaba su pequeño negocio con idas a la zona de Oakland en California para trabajar como “bracero” en los campos de esa entidad. Así vivimos muchos años con nuestro padre fuera de México y nuestra madre atendiendo el negocio de la familia con la ayuda de nosotros, los hijos.

En Zacatecas todos éramos pobres: hasta los ricos, que también trabajaban como si no tuvieran de qué vivir. Mi abuela radicaba a unas cuantas casas de la nuestra, en la Avenida Morelos: pasaba por el mandado a la zona del Laberinto. Yo le ayudaba con la canasta, obtenía el abarrote de mi abuelo y la verdura de los campesinos que vendían con sus puestos en el piso de esa zona. Al llegar a la casa, entrábamos a la cocina, que tenía un anafre con carbón y una cacerola totalmente negra y quemada por el uso. Me hacía unos huevos estrellados con frijoles que aún recuerdo con delicia. La casa de los abuelos tenía escusado de letrina: un agujero con una tabla que permitía poner las asentaderas y al final un puño de cal para que no apestara.

Así era la vida en Zacatecas: todos pobres y trabajadores, todos humildes y respetuosos. Había que dejar que las mujeres caminaran pegadas a la pared, mientras uno les daba el paso. El “buenos días le de Dios” era obligatorio. El dejar el asiento en el camión a las damas era parte de la educación. Así vivíamos y algunos morían en el Zacatecas que permaneció agónico quizá 40 años, luego de la Revolución y después de haber sido alguna vez “la Joya de la Corona”

El gobierno de Miguel Alonso festejó la Toma de Zacatecas como si a la ciudad le hubiera dejado ello algún beneficio. Su ignorancia no daba para más. No sabía que ese suceso provocó la huida del capital internacional, en tanto que los ricos salieron a la Ciudad de México, a Monterrey, a Torreón, a Chicago o a Los Ángeles. Esta fue nuestra historia y la historia de nuestra familia.

Twitter: @jaimenriquez

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