La estudiantina zacatecana: Medio siglo

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

Éramos adolescentes. Formábamos parte de la generación de los hijos cuyos padres habían vivido la Toma de Zacatecas, donde los ricos se fueron antes de oler la pólvora de esta batalla histórica que sólo dejó desolación, miles de muertos, epidemias y casas confiscadas por el ejército federal antes de la batalla. Después de la batalla, los villistas nos aplicaron la misma medicina.

Zacatecas quedó desolada, sin empleos, insertada en la historia como el sitio donde se derrota a la federación en una batalla sanguinaria. Nadie se fijó en cómo quedó Zacatecas ni sus habitantes, llenos de terror, viviendo el miedo de que nos repitieran la escena por la que habíamos atravesado. La migración zacatecana refundó Torreón, impulsó Nuevo León mientras otros de los nuestros brincaban la línea para llegar a Los Ángeles o a Chicago, mientras que en la zona metropolitana de la Ciudad de México los pobladores empezaron a convivir con zacatecanos que llegaron a Ecatepec, Neza, Atizapán, Tlalnepantla o Naucalpan. Años después, el festejo del Día del Zacatecano se llenaba con los migrantes a la Ciudad de México y sus alrededores, que rememoraban con nostalgia su pasado en la tierra en la que ya no vivirían más.

Nosotros éramos hijos de esa generación. La ciudad de Zacatecas, sobre la avenida Hidalgo, apenas rebasaba la panadería El Indio Triste. Lo demás eran tapias. Para Fresnillo prácticamente el parque Sierra de Álica y la plaza de toros marcaban los límites de la ciudad. El templo de Guadalupito se encontraba aislado, por otro lado, Los Caleros o Cinco Señores eran barrios impenetrables donde los más pobres defendían con orgullo “su otro Zacatecas”.

Hacia Guadalupe, la escuela de Ingeniería se estaba construyendo. El hospital civil y el motel Zacatecas Courts eran otro lindero de nuestra capital. El Arroyo de la Plata, descubierto y con flujo permanente de materia fecal, en tanto que Guadalupe quedaba a una hora en camiones viejos y trompudos.

Así crecíamos los jóvenes: sin antros, sin televisión –que llegó muchos años más tarde que a todo el país- con una sociedad aún colonial que nos colocaba fórceps en la diversión. Nuestra Universidad, antes Instituto Científico de Zacatecas, era el ámbito alrededor del cual hacíamos la vida: permitía la movilidad social para los hijos de campesinos, obreros y comerciantes, que podían allí convertirse en profesionista. Nuestro centro social era un reflejo de la propia sociedad en que vivíamos: maestros viejos, de férrea disciplina, una escuela donde la puerta permanecía cerrada de 7 a 3 de la tarde. Nadie podía faltar a las clases pues un prefecto nos arreaba.

Fue en este contexto donde surgió la Estudiantina que hoy tiene más de 50 años de creada. La mayoría de sus miembros habíamos entrado a la adolescencia, estudiábamos la secundaria o la prepa y no teníamos más de 20 años. Conformábamos un grupo de dos docenas de alumnos que ensayábamos en el salón de estudios de la institución. Fue entonces que descubrimos que había talentos musicales que no conocíamos pues estaban ocultos ante la carencia de ámbitos favorables para desarrollarse: no había escuela de música, pero pronto surgieron guitarristas, acordeonistas, quienes tocaban el bajo.

Yo mismo, con el entusiasmo de la adolescencia, me incorporé al grupo. Con el consabido analfabetismo musical, me dieron las castañuelas como instrumento, al otro Enríquez, Juan, le tocó el pandero. Con los sastres de la ciudad mandamos a hacer unas capas similares a las de la Estudiantina de Salamanca, con paño negro y satín rojo como fondo. Eso nos convirtió de pronto, en el atractivo de la ciudad, en los promotores de gallos a las novias y en centro de presentaciones artísticas en el Teatro Calderón. Si bien había una banda del Estado, ésta no tenía el encanto que la juventud aportaba. Las novias salían por doquier y el grupo se fue compactando con liderazgos musicales, pero nunca se cerró a nuevos integrantes.

Una película con Antonio Aguilar en la entonces Casa del Gobernador, fue uno de los momentos cúspide en la historia de la Estudiantina, a la que le llegaron también presentaciones nacionales y concursos. Éramos los héroes de las películas del “blanco y negro”.

Fue una época sabrosa, con protagonismo social. Hicimos amigos nuevos: los de Derecho e Ingeniería compartíamos, incluso con los de prepa o secundaria. Teníamos diferentes edades pero nos unía una misma afición.

Hoya actúa nuevamente ese grupo de casi setentones musicales que aún tienen el espíritu de presumir su juventud, que en el siglo pasado se desarrolló vigorosa. Queda el corazón preñado de amos por Zacatecas, por la música y por aquella sociedad hermosa que, a pesar de las adversidades, logró formar a sus hijos como grandes ciudadanos mexicanos.

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