La mercadotecnia del Super Bowl

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

El Súper Bowl llegó a su 50 aniversario. Todo un acontecimiento que paraliza a los Estados Unidos e incluso a países como Australia, Nueva Zelanda o las Islas Fiji, que están enamorados del rugby pero que cada año voltean la vista hacia el Norte para ver el mayor espectáculo que tiene lugar en la casa de los norteamericanos.

Esta vez le tocó a San Francisco. Los contendientes son lo de menos: la final no la jugó ninguno de los equipos locales pero ni falta que hizo. Una semana antes del evento, no había forma de conseguir souvenirs oficiales de ninguno de los contendientes, mientras que la reventa de boletos se convertía en el más jugoso de los negocios. El estadio de Santa Clara estrenado apenas en el 2014 –bonito y cómodo para los espectadores- se volvió el ombligo de la publicidad mundial por unas cuantas horas. 120 millones de personas quedaron cautivas de los televisores para presenciar un evento donde importan más los comerciales que se estrenan ese día, que las estrellas que protagonizan el espectáculo del medio tiempo y que el propio equipo ganador pues, ni Carolina ni Denver tienen tantos seguidores como para asustar a nadie.

Los boletos no cuestan cuartilla: el precio promedio de cada asiento en el estadio superó los 112 mil pesos: esa es la cifra media que debieron desembolsar los 77 mil orgullosos asistentes que aguantaron colas, frío y el desengaño del resultado final que no favoreció a buena parte de ellos.

El día del cotejo se considera el momento más importante para la industria de la publicidad: allí se estrenan los anuncios más novedosos y dan comienzo las campañas anuales con mensajes políticos, con relanzamiento de productos y con nuevas ideas cuyo costo unitario oscila entre los 5 los 400 millones de dólares, cifras estratosféricas cuyos creativos esperan centuplicar en ventas. El deporte es lo de menos: el negocio es lo importante.

Durante el partido, la botana sale a relucir. 14 mil 500 toneladas de papas fritas, 1.3 mil millones de alitas de pollo con diversos aderezos a los que se suman las esperanzas invertidas por los aficionados a las apuestas, que gastan más de 4 mil millones de dólares en atinarle al ganador. El negocio se replica, como las facetas de un diamante, hacia muchas caras que hacen que a todos les toque una tajada sobradamente jugosa, a costa del espectador que no parece quejarse de la vorágine en que se le sumerge.

Obama se considera a sí mismo “un serio aficionado al Súper Bowl”, tal vez por eso no parecieron importarle las serias palabras de Stoltenberg, Secretario General de la OTAN, condenando el segundo lanzamiento de un cohete de largo alcance por parte de Corea del Norte, en lo que se considera un segundo experimento encubierto para lanzar misiles este propio año. El mundo está en riesgo, pero eso puede esperar hasta que pase la fiebre del partido más esperado por los líderes del capitalismo mundial.

La fragilidad del planeta es evidente: la pelota ni siquiera es esférica, pero ese balón achatado por los polos, tiene la virtud de hacer que las decisiones globales se mantengan en suspenso hasta en tanto el réferi central agite las manos sobre su cabeza informando a propios y extraños que el partido ha acabado y que pueden volver a sus vidas cotidianas. El Diálogo de las Seis Partes, como se conoce al esfuerzo mundial para la desnuclearización de la península de Corea, está suspendido entre tanto.

México ha alzado la voz, como también lo han hecho los franceses, los rusos y los órganos rectores de la Unión Europea. El tema es complejo y requiere de una acción inmediata… cuando acabe el Súper Bowl.

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