La política como arte del engaño debe terminar

AQUILES CÓRDOVA MORÁN

Todo mundo sabe y dice que uno de los componentes de alta gravedad en la delicada situación política que vive el país, es la falta de credibilidad del Gobierno.

Y esto es cierto. La inmensa mayoría de los ciudadanos tiende a desconfiar de modo automático cuando escucha una promesa o una afirmación, pública o privada, en labios de un funcionario público, sin distinción de niveles. Se está convirtiendo casi en un deporte nacional el aprender a descifrar cuáles son las verdaderas intenciones, el auténtico sentido que se oculta detrás de cada declaración emanada del aparato de poder.

Y naturalmente que esta reacción ciudadana no es gratuita. Se funda en una viejísima y reiterada experiencia que de nueva cuenta está saliendo a la superficie de la sociedad. Tanto es así, que en México se tiene por «un buen político» a aquel que mejor sabe salir del paso con promesas y que menos consecuencias desagradables ha cosechado por no cumplirlas.

La mentira oficial ha sido, desde siempre, un recurso para eludir presiones o, dicho de otro modo, un recurso para burlar los deseos, reiteradamente expresados, de la sociedad civil, de participar en la toma de las decisiones mas importantes que le atañen. Así, la falta de credibilidad resulta ser síntoma y característica de un Gobierno autoritario elitista y burocratizado.

Ahora bien, la mentira oficial, la reiterada falta de cumplimiento por parte de los funcionarios públicos de la palabra empeñada, puede pasar desapercibida, aparentemente, como ha ocurrido en México, en tiempos normales, en tiempos de bonanza económica. Los programas oficiales de desarrollo, las políticas de apoyo a los distintos sectores productivos, la leve mejoría de los niveles de vida, resultan ser eficaces antídotos contra la inconformidad por la falta de participación ciudadana. Esto ha llevado a muchos políticos de mentalidad metafísica a pensar que el arte de la política puede resumirse, con independencia absoluta de tiempo y circunstancias, en el arte del engaño, de la astucia, en el arte de burlar al pueblo.

Y no es así. Lo que sucede es que el consenso, la conciencia pública, colectiva, se va formando lentamente, de manera invisible y subterránea. Es decir, requiere tiempo. Pero una vez formada, cualquier incidente, mínimo a los ojos de cualquiera (y una crisis como la que padecen los trabajadores no es un incidente «mínimo» precisamente), puede hacerla aflorar, convirtiéndola en un torrente devastador e incontenible.

Por eso resulta una verdadera provocación la conducta de muchos funcionarios públicos que en estos días se dedican alegremente a aplicar, en su trato diario con el público, el viejo arte de eludir los problemas con promesas que, de antemano, tienen el propósito de no cumplir.

Si en tiempos de bonanza el engaño oficial se contrarresta con recursos, en tiempos de dificultades económicas el sentido común dice que la falta de recursos debe atenuarse con una política de sinceridad, de seriedad en los compromisos contraídos, de respeto a la ciudadanía hablándole con la verdad. No hacerlo así, seguir aplicando la vieja táctica de la astucia, de la añagaza, es echarle gasolina al fuego. Ante la crisis, la política concebida como el arte del engaño, como el arte de eludir compromisos con promesas y dilaciones, debe terminar.

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