Landru, un asesino serial

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

Henri – Desiré Landrú dio muerte en el siglo pasado  a un grupo importante de mujeres con gran desprecio.  Calvo, con barba negra y cerrada, quien decía ser ingeniero llevaba una contabilidad precisa de lo que robaba a sus víctimas.  Muchas de ellas viudas, jóvenes, o solteronas que por las guerras europeas vivían sin hombre y buscaban una pareja que pudiera respetarlas. Ello se convirtió en caldo de cultivo para el llamado “barba azul del siglo XX”, quien no solamente les arrebataba la fortuna, sino que se llevaba su vida.

El galanteo era largo, e incluía versos, una gran labia e interminables paseos por bulevares parisinos.  Les declaraba su amor sin cortapisas y fijaba incluso, la fecha de la boda. Les hacía firmar poderes para, finalmente, llevarlas a pasar un fin de semana en la casa con jardín  que, para el efecto, había alquilado en Gambais, un pequeño poblado cercano a la capital francesa. Una vez que la dama cruzaba el umbral de la casa, nadie la volvía a ver jamás.  Horas más tarde, salía de la chimenea un humo espeso que algunos vecinos declararon luego, olía mal.    Landrú regresaba a París, retiraba del banco el dinero de las víctimas, remataba los bienes propiedad de las occisas y comenzaba a tejer la telaraña para su próxima víctima.  En la Rue Morice guardaba los bienes que no podía vender.

Su contabilidad era perfecta: apuntaba los 4 francos con 95 centavos que le costaba el viaje sencillo –jamás con retorno- de la víctima hacia su última morada.  A los boleteros del tren solicitaba dos boletos de ida y solamente uno de regreso.  Sin embargo, su serenidad y la seguridad que demostraba en sus actos, lo hizo estar siempre fuera de toda sospecha tanto de los vecinos, como de sus propios parientes.  Fue hasta que la hermana de Célestine Buisson denunció la desaparición de esta ante el alcalde de Gambais, cuando la alarma general se activó: la mujer había desaparecido sin dejar el más mínimo rastro tras de sí.

Landrú frisaba los 50 años cuando empezaron las investigaciones.  Corría el año de 1919.  El asesino fue detenido y al encontrarse entre sus haberes la muy precisa contabilidad, prácticamente armó por si solo el caso en su contra: “Señorita Pascal, un paraguas, 5 francos; un abrigo, 5 francos; una cama de hierro, 35 francos; una alfombra, doce francos…”  La agenda de la muerte describía con precisión las finanzas producto de los asesinatos.  Su cinismo le llevaba incluso a anunciarse en los periódicos franceses: “Señor. 45 anos. Solo y sin familia. Situación 4000.  Desea matrimonio dama, edad y situación parecida”.  A ese anuncio contestó Célestine Buisson, viuda y con una modesta renta.  Después de una primera cita, quedó impresionada del caballero, quien decíaser un ingeniero con fábricas en el norte.  Al cabo del tiempo la convenció de dejar a su hijo con la familia, a retirar sus títulos de crédito del banco francés, mismos que negoció para comprar valores a su propio nombre.  En su agenda aparece la anotación de la hora: “10:15”, probablemente en que encontró la muerte la desgraciada Célestine.  Tuvo el descaro de subarrendar el piso de la difunta.

Al ser descubierto, la policía sólo encontró en la casa funeraria, algunos dientes y fragmentos de hueso dentro del horno de la cocina.  El diario que llevaba consignaba la compra de cuatro hojas de sierra, una docena de sierras para metales, una sierra circular y tijeras para podar.

Al ser capturado, se declaró inocente.  En el juicio se mantuvo altanero, desenvuelto y desafiante.  A pesar de ser poco atractivo, logró cautivar primero, para asesinar después, a nueve mujeres. La madrugada del 25 de febrero de 1922, fue guillotinado. Su nombre ha quedado en la historia europea como el de un sádico, cerebral, profundamente cínico, que llegó a cimbrar a la sociedad francesa.

El hecho se antoja presente, ahora que nuestro país sufre en sus entrañas por Ayotzinapa, donde investigaciones nacionales e internacionales han fracasado al pretender descubrir a los asesinos y encontrar los cuerpos de los victimados.   Zacatecas, “quieta y rezandera” como le describían las abuelas, ha sido sacudida por una ola de asesinatos que dura ya años.  Las notas de los diarios que circulan por todo el territorio de la patria, hablan cotidianamente de lo que aquí sucede.  Existe conmoción por la muerte de un sastre bien conocido en la Avenida Morelos y por las historias que se cuentan en tantas calles y callejones no sólo de la bizarra capital del estado, sino de ciudades importantes e industriosas como Fresnillo.

Es importante que la sociedad de la entidad y sus autoridades, estén atentos a estos hechos que no pueden ocultarse y que deben discutirse y resolverse.  Zacatecas gozaba hasta hace algunos años,  de uno de los prestigios nacionales más importantes: ostentarse como uno de los estados más seguros de México. No es con la mancha de la sangre de nuestros ciudadanos, como debe perderse este encanto. No es con las explicaciones timoratas y erráticas de las autoridades municipales, como pueden acallarse estos hechos que a todos conmueven.

El llamado es hoy a luchar por dar seguridad y cobijo a los hombres, mujeres y niños que viven y aman  su tierra natal.  Que el fantasma del barba azul francés no pulule en nuestras áridas tierras, tomando como tributo las vidas de nuestros ciudadanos, esencia de la zacatecanidad.

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