Madres cumplen 2 meses en espera de justicia en Ayotzinapa

* «Atrincheradas» en la Normal Rural, se organizan y resisten

ANGÉLICA JOCELYN SOTO ESPINOSA

Tixtla, Gro.- Tras saber la noticia de la desaparición de sus hijos, el primer impulso de las madres de los 43 estudiantes agredidos el pasado 26 de septiembre en Iguala, Guerrero, fue ir a la Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” para informarse sobre los hechos; desde entonces (hace dos meses) ahí viven.

La Normal Rural de Ayotzinapa está a 30 minutos de Chilpancingo –capital del estado– viajando en carretera, pero en algunos casos queda hasta cinco horas de distancia de la casa de los estudiantes. Su entrada de metal y piedra anuncia que esa escuela es “cuna de la conciencia social”.

Al interior, caminos empedrados, de concreto y pasto, con explanadas amplias y sonido de aves, conducen hacia los dormitorios, salones de clases, el comedor y una cancha de basquetbol. En estas deterioradas instalaciones pasan las horas las madres y familiares de los estudiantes desaparecidos.

En charla con Cimacnoticias, las madres dijeron que algunas de ellas se enteraron de la agresión contra los estudiantes hasta un día después, el sábado 27 de septiembre; pero otras –las que viven en las comunidades más lejanas de La Montaña guerrerense– tardaron hasta tres días para conocer los hechos de violencia.

Quienes les avisaron fueron los compañeros de sus hijos, o lo supieron por las noticias y, en al menos dos casos, las maestras rurales que están en contacto con el comité estudiantil de la Normal “Raúl Isidro Burgos” fueron directamente a los hogares para avisar a las madres que los jóvenes –que se dirigían a “botear” para reunir recursos– habían sido detenidos por policías municipales de Iguala.

Algunos de los normalistas lograron huir, uno estaba herido, otros tres habían sido asesinados y, sin saber cifras exactas, sólo se dijo entonces que decenas estaban desaparecidos.

La noticia era aterradora. La madre de Martín Getsemany Sánchez García, uno de los estudiantes desaparecidos (quien pidió reservar su nombre por razones de seguridad), relató que al llegar a la escuela empezó a mirar a los estudiantes presentes con la esperanza de que alguno de ellos fuera su hijo.

Como las otras madres, tras no encontrarlo, empezó a cuestionar a los alumnos: “¿Dónde está Martín? ¿Dónde está mi hijo?”.

El comité estudiantil informó a las familias que eran comunes las detenciones de normalistas cada vez que iban a “botear”, por lo que esperaban que al término del fin de semana quedaran en libertad.

Al cumplirse el plazo, llegaron algunos de los estudiantes que lograron escapar de la agresión y que estaban escondidos por miedo a represalias. Dijeron a las madres y padres de los normalistas que los desaparecidos eran 43 y que el ataque habría sido brutal.

La incertidumbre sobre el paradero de sus hijos se instaló desde entonces en la vida de cada madre; por eso se quedaron a vivir en la Normal de Ayotzinapa.

Al paso de los días –hoy se cumplieron 60– juntas esperaron dos semanas para que la Procuraduría General de la República (PGR) decidiera tomar el caso porque, hasta entonces, lo consideró un problema local.

También juntas, se enteraron después del hallazgo de fosas clandestina con cientos de cadáveres que podrían ser los de sus hijos.

Tuvo que pasar casi un mes para que el 23 de octubre la PGR señalara la supuesta responsabilidad del alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y de su esposa, María de los Ángeles Pineda, en la desaparición de los estudiantes.

Y hasta el pasado 4 de noviembre tuvieron noticias de la posterior aprehensión de estos presuntos autores intelectuales que, hasta ahora, no ha derivado en sentencia por la desaparición de los normalistas.

La noche del 7 de noviembre, cuando Jesús Murillo Karam, titular de la PGR, informó a las familias que los restos de los estudiantes habrían sido calcinados en un basurero local de Colula, camino a Iguala, y luego arrojados en el río San Juan, las madres (impulsadas por la intuición, como ellas dicen) volvieron a la Normal a esperar una verdad más certera.

Con el tiempo, las madres desmintieron cada supuesto hallazgo de Murillo Karam porque con la furia en la sangre y el dolor en los ojos cuestionaron a los habitantes de Iguala, quienes les dijeron que llovió toda la madrugada del 27 de septiembre, y porque fueron hasta el basurero local a buscar a sus hijos y no encontraron nada.

Antes de cumplir el día 50, algunas madres se fueron en caravanas para recorrer varias entidades del norte y sur del país en la Brigada Nacional por la aparición con vida de los estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos.

Otras se quedaron en la Normal para hacer guardia (esperar noticias de sus hijos, proteger la escuela y mantenerse organizadas).

LA RESISTENCIA

La cancha de basquetbol en la que permanecen las madres es una explanada amplia entre las regaderas y salones, que antes usaron sus hijos.

Los tubos rojos, la canasta  y las marcas en el piso hacen notar que es un espacio para hacer deporte, pero los costales de comida, las veladoras, las pancartas –como una del centro de la cancha que dice “Digna Rabia”–, y las fotos a color del apoyo internacional para las familias, convierten esa cancha en una trinchera, un campo de resistencia.

Las madres caminan, barren, hablan o acomodan las despensas. Se identifican entre el resto de los familiares porque sus pupilas están rodeadas de un velo amarillento que les deja la mirada cansada, y por un aliento amargo como el de tener hambre siempre.

Sin excepción, todas cargan el retrato de su hijo impreso en una lona de medio metro. Si se sientan lo sostienen en sus brazos o sobre sus piernas, pero no lo sueltan.

“Desde entonces estamos aquí, no nos hemos ido”, dijo Natalia de la Cruz, madre de Emiliano Alen de la Cruz, al salir de una reunión con estudiantes y las demás madres al mediodía. “El gobierno no nos quiere devolver a nuestros hijos; nos dicen puras mentiras y ellos los tienen”, expresó angustiada y ansiosa.

Ella, de origen indígena y campesino, sube las escaleras con sus huaraches de piel rasgados, cargando su bolsa de asa, y pasa por un mural (pintado años atrás) con la leyenda: “La educación y el amor a nuestra cultura e identidad nos llevarán a la libertad”. Natalia se sienta en el comedor con las otras mamás y come en silencio.

“Acá hablamos de nuestros hijos, de cómo son, qué les gusta y por qué decidieron estudiar. Eso nos da mucha fuerza”, confió Martina Olivares, quien tuvo que pasar varios días en cama porque la noticia de la desaparición de su hijo la enfermó, pero en cuanto se repuso regresó a la Normal.

Las imágenes que ahora rodean y cobijan a las madres son murales con consignas de protesta (algunas escritas incluso antes de la desaparición de los normalistas).

La pinta de una tortuga, que hasta entonces era símbolo de Ayotzinapa (por su significado en náhuatl), ahora también representa la lucha de quienes habitan la Normal y aseguran que la justicia, como la tortuga, “es lenta pero implacable”.

Las madres regresan a sus casas sólo para recoger más ropa o más fuerzas, y vuelven a la Normal. Duermen donde durmieron sus hijos y comen al cobijo de los normalistas (los compañeros de sus hijos) que están vivos y que también los buscan.

Las madres de los 43 estudiantes que hoy cumplen dos meses desaparecidos son muy distintas entre sí, algunas se resisten a compartir sus sentimientos, otras  hablan con más soltura y fortaleza. Unas hablan en los mítines y otras administran desde la Normal los recursos de la lucha.

Pese a las diferentes personalidades e historias que conforman su vida y que hoy confluyen con la desaparición de sus hijos, todas participan activamente para buscar a los estudiantes, y si en algo coinciden es en la esperanza (lo que ni el gobierno les ha quitado) de que ellos sigan vivos.

LNY/CIMAC

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