Retrato de familia

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

Mi abuelo paterno, Don Juan Enríquez Mejía, nació en Morelos, Zacatecas.  Mi abuela Lola, llamada Micaela Ramírez, nació también en el mismo municipio.  Mi padre vio la luz primera en el año del 16, segundo hijo en la jerarquía. Abandonó esa comunidad en el llamado “año del hambre”. En brazos de mi abuela atravesó México y parte de Estados Unidos hasta llegar a Chicago. Muchos años después, mi abuelo Don Juan, se estableció en la ciudad de Zacatecas, precisamente en el famoso callejón de La Bordadora, a unos cuantos metros de la avenida Hidalgo, frente a la Acrópolis, casi vecino de los señores Jacques, para quienes mi padre trabajó algún tiempo, y enfrente de la tienda “El más barato” del también señor Juan Enríquez.  Cuco, su hermano, estaba a la derecha de la tienda y Berel, el hermano menor, al frente, a la izquierda.

El mercado 8 de Septiembre no había sido aún derrumbado y el Laberinto era “La Merced” zacatecana.  En la calle, puestos de tunas y nopales –o pescados según la época- aguacate de cáscara delgada y hueso chico de El Cargadero de Jerez, eran el paisaje cotidiano, mientras deambulaba “El Chaparro” con los helados de vainilla hábilmente sostenidos en la cabeza y junto al recipiente, las canastitas –que son los conos de hoy-. La nieve era transportada metida en un tubo con una tapadera hechiza, rodeada de sal con hielo para que no se derritiera.  Más adelante estaba el mercado de carnes, después las frutas frescas, las aguas con su grito “¡cálales, calor!, ¡a diez el vaso de agua!”.

Eran famosos los zapatos de El Laberinto con suela de llanta y sin plantilla:  el cuero volteado hacía sudar los pies de tal forma que, en las escuelas, las iglesias o el cine podía detectarse el olor de Good Year Oxo incluso a varios metros de distancia.

RETRATO DE FAMILIA FOTOEl Laberinto era el centro comercial zacatecano por excelencia.  Como una mini central de abastos en el corazón de la ciudad. Acudían allí ricos y pobres a comprar el mandado: por quincena, si eran empleados federales o estatales; por semana, si eran esposas de trabajadores de las tiendas, y diario, si el esposo estaba a raya o cobraba por día.  Mi abuela nos mandaba a llevar la comida.  Sábados y domingos había que trabajar en la puerta de la tienda vendiendo fríjol bayo que vaciábamos en el piso sobre costales vacíos con una báscula al lado: despachábamos hasta 200 kilos diarios. Así, jugábamos con el trabajo y ganábamos algún dinero.  Recuerdo muy bien, que las mujeres no podían entrar a la trastienda detrás del mostrador: quizá una costumbre moralista de la época.  Los abuelos decían que las minas y las tiendas se “salaban” cuando entraban mujeres.  Machista sentencia que parecía cumplirse al pie de la letra.

Como nuestros abuelos habían nacido en Morelos, frecuentemente íbamos a visitar a los parientes.  Teníamos un tío abuelo que vivía en las tierras coloradas de aquella región, que es un municipio “rojo”.  Usaba un bordón  y decían que era sordo.  Sin embargo, platicaba ampliamente y cuando dejaba de hablar, se colocaba un embudo hechizo, una especie de cuerno, para escucharnos con toda precisión.  Nuevamente volvíamos a la plática. Cuando lo consideraba oportuno, callaba y colocaba su embudo en la misma oreja.

Siendo nosotros muy pequeños, recuerdo que mi padre nos informó que iríamos a una fiesta en la que él y mi madre serían padrinos.  Nos bañamos excepcionalmente  bien para ir como correspondía a tan importante evento.  Se casaba un primo hermano de mi padre, un muchacho de nombre José Enríquez y una güera alta y bella llamada Ana María Trejo.  La fiesta fue en la casa de los primos con piso de tierra, que se regaba constantemente para las bailadas. Las huertas en las casas eran generalmente de nopales con tunas.  En algunas había también membrillos o perones que se han ido extinguiendo en esa zona.  Nos divertimos hasta altas horas de la noche.  Aún me llegan a la memoria los sonidos del grupo musical local que amenizaba la fiesta, tocando las famosas “cuadrillas”, semejando una orquesta de cámara con tintes populares: parecida a la música inglesa o a la country americana.

Al anochecer, cuando la fatiga amenazaba con vencernos, mi padre encendió la Ford 48 color verde.  Se subían mi madre y él en la parte delantera y nosotros, ya rendidos, en la parte de atrás.  Llevaba en su vehículo siempre con él, dos elementos que consideraba básicos: una lona de tela muy pesada, impermeabilizada, que no podía ser traspasada por el agua., y una bolsa de tres litros aproximadamente, como si fuera una cantimplora, de la misma tela, que colocaba en la defensa delantera para que el aire la enfriara: esa agua era deliciosa por ser especialmente fresca.  Esa noche, fue un bálsamo colectivo, para una familia cansada pero feliz.

En mi archivo personal encontré la foto de estos primos – tíos, donde aparecen con su dama de honor, con una elegancia propia de los campesinos de la época y una solemnidad inusitada.  El ramo de flores de la novia: alcatraces cultivados en casa, rodeados de nube silvestre, y a los lados los padrinos: mi madre Consuelo Félix, que a los 40 años había tenido ya siete hijos, aunque su aspecto no la delatara.  Mi padre con su traje cruzado de cuatro botones, y la solemnidad propia del cariño que se ofrece a los ahijados acompañándolos en la foto que, desde luego, fue tomada en “López, Estudio” el 11 de marzo de 1954; un día era la boda y otro, la fotografía.

Acompaño la foto y la hermosa y respetuosa dedicatoria de los ahijados a sus queridos padrinos.

La dedicatoria:

 “Dedicamos este retrato con todo el mayor respeto y cariño sus humildes ahijados para sus honorables Padrinos, a quienes apreciamos con un cariño inmenso.

Sin más, sus ahijados que no los olvidan ni un momento, que verlos desean.

Mil felicidades en honor de su ahijada, Ana María Trejo, y su pobre ahijado, J. José Enríquez R.

Morelos, Zac, a 3 de mayo de 1954. 

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