La Toma de Zacatecas desde las entrañas de sus habitantes

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

“Todos sabíamos lo que venía, y no era nada bueno para nosotros. Lo olíamos en el aire, lo veíamos en nuestra cotidianeidad distante de los federales que habían ocupado nuestra ciudad desde mucho tiempo atrás. Incluso los preparativos no nos eran ajenos” Así contaban los más viejos, los preliminares de la Toma de Zacatecas que se avecinaba. Con algunos meses de anticipación, el gobierno carrancista había construido obras materiales de defensa en puntos estratégicos, que incluso tenían comunicación telefónica. No quedan ya vestigios de ellos, pues fueron destruidos junto con los hombres que los defendían, por las tropas bravas de la División del Norte, pero estuvieron ubicados en los cerros principalmente: en La Bufa, La Sierpe, El Refugio, El Grillo, Clérigos, Loreto y Guadalupe, cerros todos que circundaban la ciudad, muchos de los cuales han sido ahora tragados por sus fauces, llenos de casas de interés social y de construcciones de diversa índole, tanto así ha crecido Zacatecas que hasta de su nombre se han olvidado las nuevas generaciones.

Desde unas cuantas noches previas al combate del 23 de junio, la ciudad estaba desierta por el toque de queda y el miedo general a las milicias. Sin embargo, las soldaderas que ya lo habían perdido todo, hasta a sus hombres que luchaban ¡quién sabía donde! encendían cuando el sol se ocultaba, un puñado de veladoras en las escalinatas del templo de La Santa Escuela y se reunían allí con sus lamentos, para rogar a Dios por el fin de tantas privaciones y tragedias. La guerra tocaba a todos por igual. Las escuelas públicas se convirtieron en hospitales y poco a poco llegaban hasta ellos los muchos heridos que provenían de las zonas de combate fuera de la ciudad.

El 23 de junio a las 12 del día, la ciudad parecía un árbol de Navidad, con luces que se encendían y apagaban de un lado o de otro con rapidez, y que no eran sino los cañones de artillería lanzando su pólvora seguida de explosiones muy fuertes y grandes polvaredas rojas y plomizas que se extendían circularmente a varios kilómetros de su eje. Desde el camino de las diligencias de Jerez por un lado y hacia Calera por el otro, la batalla estaba en su apogeo, sin tregua.

La ciudad era un desconcierto de balas perdidas, de un lado a otro, de manera interminable y peligrosa para quienes habían tenido que ser testigos y anfitriones de estos cruentos combates en los que se decidía el futuro de la Patria. . La batalla dejó prácticamente sordos a quienes estuvieron en medio de ella: tal era la fiereza con que 35 mil personas de uno y otro bando luchaban por sus vidas y por sus posiciones, según versiones populares, porque los atacantes no eran contados y tampoco los atacados. No hay inventario humano fidedigno de la batalla. Pero poco a poco, al caer la tarde, empezó a verse claramente que eran Villa y Ángeles los dueños del triunfo. Poco a poco las tropas federales empezaron a caer o a abandonar sus posiciones en los cerros y la lucha se fue centrando en los barrios de la ciudad. Hasta los heridos en las escuelas habilitadas como hospitales, comenzaron a sentir pavor por los rumores que corrían con mayor fuerza cada vez: llegaba la División del Norte. Tenían miedo de ser rematados allí mismo y, como podían, trataban de abandonar sus camas y de huir hacia nuevos refugios.

Cuando caía la tarde se dio un curioso fenómeno repetido algunas veces en distintos puntos de la ciudad: coroneles federales lo sabían todo perdido y tocaban en las casas ofreciendo puñados de billetes por ser ocultados. La gente no quería abrirles por miedo a ser considerados traidores por los Villistas y porque empezaban a comprender que, si la batalla estaba perdida para los federales, los billetes de bancos no tendrían ningún valor a la mañana siguiente, cuando la División del Norte se hubiera posesionado de la ciudad de Zacatecas toda.

La batalla la terminó Natera, algunos dicen que con crueldad, ¡pero qué otra cosa sino cruel es la guerra! Lo hizo cuando se dio cuenta de que los federales que aun estaban agrupados, pretendían huir desde el Cerro de La Bufa, por la falda de la montaña del lado del crestón Chino. De forma incontenible trataban de alcanzar la carretera de la Villa de Guadalupe para dirigirse hacia el sur. Su intención era pedir refuerzos y reagruparse. Natera lo impidió cazándolos con ametralladoras, fusiles y otras armas de fuego. El camino quedó sembrado de cadáveres, al igual que el resto de la ciudad. La Toma de Zacatecas había terminado.

¡Viva Villa! Comenzó a oírse repetidamente en las calles desiertas, entre gritos, disparos al aire y la entrada de hombres a caballo. Los federales que quedaban se batían en retirada desde el centro de la ciudad, donde se habían acuartelado al final. Allí se escuchaban los últimos tiroteos que protegían la salida de cerca de tres mil hombres con rumbo a Aguascalientes, mientras los zacatecanos escuchaban a la distancia, encerrados en sus casas, los clarines que ordenaban el cese al fuego.

La batalla había terminado y empezaba la guerra: la guerra para levantar una ciudad destruida, para levantarse cada quien entre el horror de lo vivido, para sobreponerse al hedor de los cadáveres de humanos y caballos, para buscar el sustento y la sobrevivencia frente a tanta devastación. La guerra duró para los zacatecanos 50 años más, porque nadie en México quería voltear a vernos luego del fin de las hostilidades, porque a cada cual le urgía comenzar su futuro, porque querían que los muertos enterráramos a los muertos, muy al estilo de García Lorca…y nos abandonaron. Y aquí estamos cerrando cicatrices todos los días y empezando otra vez a vivir, a cien años de la batalla de Zacatecas que hoy es festejada con fuegos artificiales, tan distintos y tan iguales en su sonido. Seguimos esperando la paz y el progreso que nos debe la Revolución.

Twitter: @jaimenriquez

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