Hablemos de bullyng violencia

ELÍAS RAFFUL VADILLO *

Hablar de bullying está de moda en los medios, pero la discusión no siempre es precisa e informada. El menor Héctor Alejandro Méndez murió tras haber sido columpiado por sus compañeros y estrellado contra la pared y eso ha propiciado que proliferen las referencias a casos de violencia escolar, a los que sin ninguna distinción se les señala como casos de «bullying». El tema amerita una reflexión mucho más seria.

El caso de Héctor Alejandro es sin lugar a dudas el más grave de los últimos días. Sin embargo, hemos escuchado sobre casos similares en Zacatecas, en donde una adolescente fue golpeada, humillada y obligada a pedir perdón a sus compañeros; y en Puebla, en donde una menor resultó con lesiones en el cuerpo por parte de sus compañeras que se burlaban de ella por usar lentes.

El caso de Héctor Alejandro Méndez no es el primero que sucede en el país. Hace tres años Carlos Javier Aguilar Ortiz, de 16 años, murió asfixiado en Cuautla, Morelos, como consecuencia de que sus compañeros le aplicaron la típica “bolita” (lo rodearon y se tiraron todos sobre él). Y apenas hace dos meses un niño de 7 años murió en Jalisco por infección y lesiones en los pulmones aparentemente a consecuencia de que un compañero le sumergiera la cabeza en el retrete.

De que estos casos son alarmantes, no hay duda. De que obligan a una reflexión a fondo sobre nuestra sociedad y una acción inmediata, tampoco. Con lo que bajo ninguna circunstancia puedo estar de acuerdo, es con voces que claman de manera simplista mayor disciplina en las escuelas y los salones de clases para sancionar a quienes llaman “delincuentes juveniles”. Mucho menos, con la torpe idea de tipificar como delito el que un padre de familia “no quiera” educar a sus hijos.

A ver, a ver… vámonos más despacio y analicemos esto con seriedad.

Primero que nada, ¿qué es el bullying? El bullying es una forma de violencia en la que participan dos o más personas al generar entre ellas procesos psico-sociales de dependencia emocional, donde uno es el agresor y el otro es la víctima. En otras palabras, una persona con ciertas características físicas, psíquicas y/o sociales se impone de manera reiterada a otra. El concepto viene del inglés “bully”, abusivo, y se aplica comúnmente en comunidades escolares.

Sin embargo, los casos que narramos al principio guardan diferencias entre ellos. Por ejemplo, es claro que las niñas de Puebla y Zacatecas han sido abusadas una y otra vez por el mismo grupo de compañeros. En los casos de Héctor Alejandro Méndez y del joven de Cuautla, ese abuso no queda tan claro. Lo que es incuestionable es la crueldad del juego y el abuso de la fuerza en un contexto de naturalización de la violencia.

Lo que nos preocupa entonces es la violencia. El bullying no es más que una más de sus tantas expresiones. Por eso es inaceptable culpar a los niños y por eso sería un grave retroceso regresar a esquemas de disciplina militar en las escuelas. Por el contrario, lo que los niños y los jóvenes necesitan es comprensión, ser valorados, respetados, un lugar en donde se fomenten sus habilidades y convivir en espacios en donde se fortalezca la solidaridad y el compañerismo como valores altamente preciados.

La violencia no sólo es un problema de homicidios dolosos, secuestros, violaciones, robo, extorsiones, sino de relaciones sociales que constituyen un modo de vida funcional a la descomposición de la sociedad. Así, en la familia, en la comunidad, en la escuela, encontramos contradicciones fundamentales que se manifiestan al entretejer nuestras relaciones desde marcos valorativos diferentes: rechazamos la violencia en el discurso, pero nos formamos en ella; rechazamos la impunidad, pero no asumimos las consecuencias de nuestros actos.

Si entendemos por tejido social, el entrelazamiento simbólico de interacciones, costumbres, valores, proyectos de vida y transmisión de normas que proponen modelos de identificación y comportamientos, nuestra preocupación debe estar en el hecho de que nuestro tejido social, más que promover valores como el respeto, la solidaridad y la cooperación, permite la generación de rasgos eminentemente perversos. Por perversión queremos decir, la deshumanización del semejante y su transformación en cosa, así como una búsqueda de la satisfacción inmediata caracterizada por el abandono de las normas y las leyes, y la devaluación de las instituciones como la escuela, la familia, el trabajo y el mismo gobierno.

En una sociedad en la que desigualdad e impunidad son el marco estructural de la vida cotidiana, la violencia se convierte en el medio para conseguir nuestros satisfactores.

Por eso es que la violencia escolar no puede entenderse como un fenómeno aislado. La escuela es un espacio social. Cada niño, cada joven que atiende una escuela convive con su familia y con sus vecinos, y observa el comportamiento comunitario fuera del ambiente escolar. Aproximarse con jóvenes es trabajar con el entorno en que se desenvuelven, con los otros, con quienes se construyen como parte de una sociedad.

El cambio de fondo está en trastocar los procesos sociales que dan forma a situaciones de riesgo y encontrar nuevos patrones de relaciones comunitarias. Se requiere de acciones bien dirigidas que sustituyan aquello que no nos gusta como sociedad, por nuevas posibilidades de convivencia.

* El autor, Elias Rafful, es Titular del Centro Nacional de Prevención del Delito y Participación Ciudadana.

@erafful

eliasrafful.com

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