El sueño mexicano

JORGE ÁLVAREZ MÁYNEZ *

Hace algunos meses inicié una extraordinaria amistad con Gustavo Gordillo. Maestro de mi padre, y amigo en común de dos grandes amigos como Pedro De León y Javier Valadez, con Gustavo tuve un entendimiento pleno desde nuestras primeras conversaciones.

En una de ellas, Gustavo me preguntó: “¿Cuál crees tú que sea el sueño mexicano?”. Todos conocemos el denominado “sueño americano”: la posibilidad de que un ser ordinario, con trabajo, creatividad y persistencia, alcance metas importantes. Desde actores inmigrantes como Salma Hayek y Arnold Schwarzenegger hasta empresarios creativos como Henry Ford y Steve Jobs.

Deportistas, artistas, y sobre todo empresarios, son la representación fiel de ese “sueño americano” que retratan películas, novelas, canciones y discursos. Hace una semana, en su discurso del “Estado de la Unión” (el equivalente a un informe de gobierno), el presidente Barack Obama señaló: “la promesa básica americana es que si trabajas duro, podrías tener lo suficiente para mantener a tu familia, tener una casa, mandar a tus hijos al colegio y ahorrar para tu retiro”.

Pero en el caso de México, esa promesa no se contrasta ni con nuestra realidad, ni con nuestra historia, y mucho menos con nuestras aspiraciones derivadas de la cultura de lo mexicano. Ni la “raza de bronce”, utilizada por Amada Nervo y retomada por José Vasconcelos, ni la “raza cósmica” de este último, se caracterizan por aspiraciones esencialmente materiales y de superación personal.

En buena medida, porque en la historia de México la movilidad social ha sido prácticamente nula. Las elites económicas y empresariales del México contemporáneo son descendientes directos, en su gran mayoría, de las que lo fueron en los siglos previos, con todo y las nefastas consecuencias que ha tenido esa ausencia de movilidad social en lo que tiene que ver con innovación, creatividad y justicia.

Y es precisamente a partir de esa contradicción, entre la frustrada posibilidad de la movilidad social, y el arraigado sentido de pertenencia a una clase social, que se ha forjado el “sueño mexicano”. Podría parecer una broma, pero ese sueño se ve representado en personajes ficticios como “Huicho Domínguez”, y personajes reales como Julio César Chávez y Joaquín Guzmán Loera (también conocido como el chapo).

En el espectro femenino, la trilogía de novelas que protagonizara Thalía (María la del barrio, Marimar y María Mercedes) añade un componente extra a este “sueño mexicano”: el machismo, en el que, por un lado, la mujer no debe de buscar un hombre sensato y de buen trato, sino un patán que prometa cambiar, y por el otro, su aspiración a ascender en la escala social se da en función de conocer a un hombre rico y de abolengo, y no como producto de su esfuerzo personal.

El sueño mexicano, como bien ha apuntado Gustavo Gordillo, es no perder la esencia de una cierta identidad. En esa identidad, la comida, por ejemplo, juega un rol fundamental: prácticamente no conozco a un solo mexicano en el extranjero que no sufra por la ausencia en su vida de la comida típica mexicana. Por eso, los mexicanos en Estados Unidos o en Europa, jamás podrían vivir procesos de asimilación como la que viven otros pueblos; nuestro arraigo cultural es mucho más parecido al de los indios, los árabes y los chinos, que al de los occidentales.

En un país donde la movilidad social no existe, el ascenso se ve como una especie de traición y casi siempre se asocia a un golpe de suerte. Por eso, el “sueño mexicano” no incluye procesos de culturización.

A Julio César Chávez no se le admiraba por su sentido de superación intelectual (como muchos exitosos deportistas norteamericanos que fueron los primeros de su familia en terminar una carrera), sino por cerrar una cantina y pagar la cuenta de todos los presentes.

A Joaquín “El Chapo” Guzmán se le aprecia, en una buena parte del país, por las leyendas urbanas que se cuentan de él: invita a comer a todos en un restaurante, paga las fiestas de los pueblos y lleva juguetes a los niños en Navidad. Nadie tiene, a ciencia cierta, pruebas de todas esas leyendas urbanas, pero tienen tal nivel de validez en la opinión pública que la mayoría de las personas (incluida la actriz Kate del Castillo) consideran más fácil que la solución a los problemas nacionales venga de personajes como él que de algún científico, un empresario o un servidor público.

Que ese sea el “sueño mexicano” no es producto de la casualidad. La mayoría de las grandes fortunas en México no han surgido de la innovación ni de la creatividad, sino en realidad de esos “golpes de suerte”. Sin movilidad social, no hace falta ser un buen constructor para tener contratos de obra, sino tener “conocidos” o “palancas” en el gobierno; asimismo, en el servicio público cuentan poco los estudios académicos, las habilidades administrativas y la dedicación, cuando hay un monopolio de las elites partidistas para designar a quienes ocuparán los espacios directivos.

Por eso, el país debe transformarse. El sueño mexicano no puede seguir alejado del estado de derecho, ni de la meritocracia, ni de un sentido elemental de justicia. Necesitamos un país de estudiosos, de emprendedores y de buenos modales. Y esa ruta de transformación recorre caminos paralelos: transformar, de la mano, nuestros sueños y nuestra realidad.

*Diputado local

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