2012: El principio del fin de partidos obsoletos
JORGE ÁLVAREZ MÁYNEZ *
Es tan natural en nuestra democracia que ya ni siquiera nos tomamos la molestia de discutirlo. La corrupción moral de nuestra cultura política y de nuestras prácticas nos impide ser optimistas respecto a la elección que se avecina.
El principal bloque de partidos de izquierda decidió postular a su candidato presidencial, y al resto de quienes lo representarán en las urnas, utilizando encuestas de opinión como método de selección.
Aunque sea la negación misma de la política, el recurrir a un ejercicio en el que se mide la popularidad como expresión máxima de la virtud para gobernar, esa decisión parece hasta “racional” y “sensata” dados los bochornosos procesos internos que dichos partidos han escenificado en años recientes.
Las elecciones por encuestas, en procesos de competencia de tiempos cortos y escasa deliberación con prácticamente nula visibilidad, son la victoria contundente de una de esas máximas que definen la antiquísima descomposición de nuestra vida pública: “lo importante es que te conozcan, aunque sea para mal”.
Pero más contradictoria aun es la lógica con la que los partidos políticos en México renuncian, de manera cínica, a ejercicios de democracia interna. Y ahí no solo me refiero al caso de las izquierdas, sino también al PRI y a Acción Nacional, en entidades emblemáticas como el Distrito Federal.
La explicación es tan cínica como resumo a continuación: como todas las corrientes políticas hacen trampa, entonces no se puede competir con equidad en elecciones. Las “primarias” o “internas”, que son punto de partida en cualquier democracia, son en México una afrenta a la imparcialidad, la neutralidad y la objetividad de un proceso electivo, porque ninguna expresión política es confiable.
En el PAN, por ejemplo, el “calderonismo” pasó de promotor de la libertad de conciencia entre la militancia, a corruptor de conciencias, utilizando para ello las formas más burdas para comprar voluntades: la despensa, la nómina y el efectivo mismo para “pagar” por voto (o como dijera Cecilio Romero: “incentivar”).
En el PRD, el último intento de democracia interna se frustró cuando, a través de un fraude orquestado con gobernantes del PRI y el PAN (en estados como Chiapas), la supuesta “izquierda moderna”, encabezada por Jesús Ortega, le robó la elección a Alejandro Encinas.
En el PRI, se lastimó de forma innecesaria a uno de los cuadros más valiosos que hay en el concierto político nacional: Manlio Fabio Beltrones, quien lo único que pedía era un proceso democrático en el que se le permitiera contrastar ideas con quien él mismo reconocía como el favorito para encabezar los destinos del país: Enrique Peña Nieto.
Los partidos rehúyen el debate y los procesos democráticos, excusando desconfianza entre los propios dirigentes partidistas. Y luego de eso, se vuelcan a la contienda electoral con el cinismo necesario como para querernos convencer de que aquellos mismos dirigentes tramposos con los que no podían ir a una contienda democrática, son ahora una buena opción para gobernar.
Un claro ejemplo de ello son las declaraciones de Josefina Vázquez Mota, quien en la noche de su triunfo llamó “amigo” y “político ejemplar” a Ernesto Cordero, cuando días antes lo había catalogado como un patán que se valía de recursos públicos para hacer campaña. O en sentido inverso, Ernesto Cordero declarando que apoyaría con todo a quien hace unos días había calificado como “irresponsable” y “faltista”, por haber acudido solo a 8 votaciones durante su gestión como diputada.
Y es en situaciones como esa, que salta a la luz una de las desviaciones de nuestra cultura política, que es la corrupción de nuestro lenguaje. Como es una práctica común, nos referimos a quienes desvían recursos públicos a campañas con epítetos como “mapaches” u “operadores electorales”, cuando se trata de simples y llanos delincuentes.
Por eso no resulta extraño que los actuales dirigentes políticos y las burocracias partidistas nos hayan conducido a la inestabilidad política que hoy vivimos: con instituciones electorales en bajísimos niveles de confianza y la aceptación tácita de que los tres niveles de gobierno, sea por la vía del diezmo o del peculado, son, antes que otra cosa, fuentes de financiamiento para que las camarillas políticas puedan perpetuarse en el poder.
Estos partidos y estos dirigentes políticos carecen de la autoridad moral necesaria para conducir los destinos del país. Y eso lo seguiremos viendo en los próximos meses, cuando las manifestaciones ciudadanas comiencen a rebasarlos por distintos frentes.
México no merece el gobierno de los más conocidos, ni de los más eficaces para corromper conciencias. Merecemos gobernantes que emanen de elecciones en las que pueda participar cualquier ciudadano, desde su etapa interna, y en las que haya un intenso proceso de deliberación que comprometa a los candidatos con causas y programas claros.
De no abrir espacio para una reforma ética de nuestra vida pública, iniciando por nuestra democracia electoral, los partidos estarán condenados a una especie de balcanización orgánica que tarde o temprano marcará la pauta necesaria para que desaparezcan, tal y como los conocemos hoy.
*Diputado local
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