La sangre y la libertad: Tlatelolco y su legado

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El día de ayer, conmemoramos el 43 aniversario de la matanza de Tlatelolco; en todo el país se recordó esta funesta fecha y se honraron a los estudiantes caídos y se realizaron actos y manifestaciones bajo el célebre y dolorido grito: “2 de octubre no se olvida”.

En la capital del país, miles de jóvenes junto con representantes de diversas organizaciones civiles, sindicatos y de derechos humanos -vestidos en su mayoría de blanco-, marcharon ayer desde la Plaza de las Tres Culturas hasta el Zócalo capitalino para rememorar este episodio medular de la historia contemporánea de México.

Como todos sabemos, el 2 de octubre de 1968, en la plaza de las Tres Culturas se congregaron miles de estudiantes, quienes de pronto, se encontraron con las fuerzas del ejército y grupos paramilitares rodeando la plaza.

Entonces, al dispararse una bengala, la matanza comenzó. Los soldados empezaron a disparar indiscriminadamente contra los allí presentes, mientras los estudiantes huían aterrorizados.

Cientos, quizá miles de estudiantes y miembros del pueblo en general, murieron aquel día y muchos resultaron lesionados.

Se quemaron gran parte de los cadáveres y los heridos fueron llevados a hospitales militares para ocultar el saldo de la brutal represión.

Ya de noche, los bomberos y la policía se encargaron, con chorros de agua a presión, de lavar todas las huellas del genocidio en la Plaza de las Tres Culturas.

El movimiento estudiantil nació en julio, con el paro de varias escuelas en respuesta a los abusos policiales.

Posteriormente, la entrada de los granaderos en los planteles y, en particular, en la preparatoria de San Ildefonso -donde con un bazucazo demolieron una puerta del siglo XVIII– provocó la condena del rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); quien izó a media asta la bandera nacional y encabezó una marcha en defensa de la autonomía universitaria y por la liberación de los estudiantes presos.

El movimiento creció en agosto y las marchas ocuparon el Zócalo de la Ciudad de México, donde los manifestantes fueron dispersados por la intervención del ejército.

En septiembre, luego de la “marcha del silencio” en contra de la cobertura de desinformación y de la criminalización de las protestas estudiantiles, por parte de la prensa oficialista y del gobierno, el ejército ocupó la Ciudad Universitaria de la UNAM y el Casco de Santo Tomás del Instituto Politécnico Nacional, retirándose el 1 de octubre.

Finalmente, el 2 de octubre, la masiva manifestación en la Plaza de las Tres Culturas fue brutalmente reprimida por el ejército y por un grupo paramilitar (el Batallón Olimpia); provocando un gran número todavía desconocido de muertos y heridos.

El 68 marcó el fin de una época, el comienzo del fin de un régimen que ya en ese momento estaba perdiendo su legitimidad nacida de la Revolución Mexicana, se esencia popular y su sentido social; debido a su nivel corrupción, su carácter patrimonialista, corporativo y clientelar.

Sin embargo, fue a partir de 1968 que la cerrazón del régimen priísta, al dejar sentir su expresión criminal, puso de manifiesto su gradual agotamiento y decadencia.

En adelante, el régimen estableció su ejercicio autoritario de imponer sin mediaciones: desde el 68, pasando por la “guerra sucia” de los años setenta, pasando por el fraude de 1988 hasta la contrarreforma neoliberal, que hoy, tienen en el PRI y el PAN a sus principales guardianes.

Queda doblemente en la memoria: por una parte, recuerda que la acción colectiva es el motor de la historia y que únicamente la participación social, política y democrática de los ciudadanos, es capaz de sacudir las estructuras que los oprimen.

Pese a que la voluntad transformadora de aquellos jóvenes fue ahogada por la sangre y su proyección libertaria atrapada por la capacidad reaccionaria de las estructuras de dominación existentes, el movimiento estudiantil sí logró abrir el camino que marcó el final del antiguo régimen.

En aquellos jóvenes, quedó reflejado el espíritu de una época militante y libertaria, cuya principal bandera fue la aspiración de establecer una sociedad abierta, participativa, democrática y justa; en la que predominara la libertad sobre las jerarquías, la imaginación sobre los dogmas y la solidaridad colectiva sobre el egoísmo mercantilista.

La conciencia estudiantil del 68, ahora ronda nuestros tiempos y nos empuja a interpelar y criticar las miserias y contradicciones de la sociedad mexicana; evoca la indignación ciudadana frente a la represión gubernamental y nos impulsa a no renunciar en la defensa de las libertades y de los derechos humanos, como una larga lucha que hoy, mantiene plena vigencia.

Desde la óptica del presente, la “marcha del silencio” de septiembre de 1968, evoca la posibilidad de un antídoto para nuestro modelo de sociedad y nos brinda una herramienta reflexiva frente a la cacofonía manipuladora del discurso del poder: frente a la sustitución de la política por la frivolidad mediática, que ahora banaliza los ideales y ahoga las palabras y sus significados democráticos.

Todavía resuena el eco de aquel clamor libertario y pervive el legado de los estudiantes del 68. Legado que no puede ser silenciado otra vez; ahora por quienes pretenden imponer la mano dura para “mantener el orden”, sacar al ejército a las calles y combatir al crimen organizado, pero al margen de las garantías individuales y “criminalizando” a los ciudadanos.

A 40 años de distancia, recordar el 68 y honrar a los caídos, reivindicar el alcance crítico, la fuerza cultural y la imaginación política del movimiento estudiantil, nos obliga a rescatar y apuntalar el proceso democratizador en México y Zacatecas, abrir la puerta de las oportunidades para la juventud (alimentación, salud, empleo educación) y cerrar la de la desigualdad y la impunidad; reorientar nuestro presente marcado por la corrupción, la violencia criminal, la injusticia y la exclusión social.

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