Adultocracia hipócrita

Una niña de 11 años me dijo: ¿Tú sabes que hay gente que quiere venderte como objeto? Otro púber preguntó ¿porque tantos adultos creen que los niños no somos personas? Una adolescente les respondió que en realidad los adultos deciden como les conviene, un día les castigan porque no hacen las cosas con madurez y decisión, y otro les castigan por sentirse mayores cuando no lo son.

Las anécdotas entre estudiantes de secundaria sobre cómo los tratantes han seducido a compañeras de la escuela, son precisas y escalofriantes. Ninguna ha sido compartida con sus padres pues, me aseguran ellos, no desean escucharles.
Podría parecer que esta generación hija de los postmodernos está en crisis de identidad, como deben estarlo todas las nuevas generaciones que buscan su sentido de vida y de identidad. Pero no estoy tan segura.
Todo parece indicar que en el crepúsculo de las ideologías, millones de madres y padres cuarentones pretender vivir en un mundo inexistente.
Herederos de los atavismos de sus madres, de la normalización de la doble moral de sus padres, seguidores de las corrientes de izquierda guadalupana, o de derecha dictatorial liberal a conveniencia. Una generación adulta que propone la guerra y el asesinato como sucedáneo de una justicia que parece inalcanzable a corto plazo.
Esta generación que no quiso educar a golpes, pero a cambio utiliza la violencia sicológica y el chantaje para controlar a sus hijos e hijas, que mantiene el discurso de la inocencia de la infancia en un mundo en que la información se ha liberado de toda regla social y fluye más allá de la ley y los controles parentales.
Padres y madres que se horrorizan porque se quiere impartir educación sexual a sus hijos e hijas, argumentando la destrucción de la inocencia.
Cómo si en México que es el segundo país productor de pornografía infantil, en que la primera experiencia sexual se da entre los 13 y 15 años, el argumento de la inocencia tuviera algún valor protector para nuestros hijos e hijas (la inocencia se define como la ausencia de culpa o sinónimo de ausencia de malicia).
Detrás de esos argumentos hay un deseo auténtico de mantener a las niñas y niños en un estado de merecido e idílico gozo infantil y protegerles de la violencia externa, y por otro, un discurso adultocrático que insiste en denegar a niñas niños y adolescentes su derecho a la palabra, y que antepone el dicho de los adultos al de su contraparte “menor de edad”.
Aquí subyace el temor adulto de admitir que educar implica formar a personas y asumir la complejidad de dar estructura con el ejemplo, poner reglas y dar afecto en igual medida. Pero ¿quién tiene tiempo para educar? Si apenas hay tiempo para reproducirse.
Llevamos años diciendo que miles de jóvenes se vuelven anoréxicas por superficiales, y hay cada vez más evidencia del vínculo de esta enfermedad con la ansiedad que genera la violencia en las escuelas y con la relación materna.
Todos los casos en que la Suprema Corte ha dirimido asuntos de violencia brutal contra la infancia, desde el incendio de ABC, por negligencia, hasta el amparo de protectores de pederastas, muestran esta división social. Unos jueces anteponen los derechos de niños y niñas, otros, la mayoría, argumentan sobre el viejo precepto de que las declaraciones de menores de edad no tienen valor alguno ¿para qué escucharles?
Ni las niñas a las que se les dijo que denunciaran el abuso y cuando lo hicieron les escupieron en la cara un “la autoridad no te cree nada”, ni los jóvenes peyorativamente apodados Ninis, ni los millones de bullies que asumen el poder de la violencia como liderazgo, ni los miles que a los trece consumen y venden tachas en la escuela, llegaron allí por sí mismos.
Detrás hay millones de personas adultas que no se atrevieron a reinventar la educación, a comprender los retos y peligros que, muchos creen, se pueden enfrentar con viejos modelos educativos basados en un modelo jerárquico de poder que silencia el disenso y niega el miedo.
Antes, nuestra generación argumentó que guardaba silencio para proteger la inocencia, ahora se indigna culpando de malicia a esa nueva generación. Lo cierto es que no todo está perdido, ellas y ellos están expresándose, nos toca escuchar, guiar, acompañar en lo que para ellos y ellas es un futuro posible, sin inocencia ni culpa, con responsabilidad y formación.
 
Por Lydia Cacho
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