El poder sin máscara es violencia

MARÍA DEL SOCORRO DÍAZ CASTAÑEDA

En los últimos días, por circunstancias personales que no viene al caso mencionar, me he visto orillada a reflexionar acerca del poder y de lo que representa para las personas el ejercicio de éste, ya sea desde una posición ventajosa, ejerciendo acciones de control sobre los demás, o bien en la postura contraria, es decir, soportando el ejercicio de las acciones de dominación.

Desde mi punto de vista, el poder es parte del propio tejido social. Todas y cada una de las relaciones que los seres humanos establecemos en los distintos ámbitos de nuestra existencia, incluyen relaciones de poder. Según el filósofo Michel Foucault, el poder se ejerce en la vida cotidiana y a través de éste, se clasifica para los individuos en categorías y se les impone una ley que están obligados a reconocer.

Lo vivimos en todos los ámbitos: desde pequeños en la casa y en la escuela; ya como adultos en el trabajo y en cada uno de los círculos en los cuales nos movemos. En cada una de nuestras esferas sociales hay relaciones de poder más o menos evidentes.

Dos son las manifestaciones de poder más evidentes en la vida de la colectividad, particularmente en países como el nuestro, donde la violencia nos mantiene viviendo en un continuo sobresalto. La primera de esas manifestaciones, que es la más grave y parece incontrolable, es el poder que ejerce la delincuencia, que a través de continuas vejaciones deja a las personas en estado de completa indefensión y cumple acciones devastadoras que despojan a las personas de la mínima dignidad y pueden incluso acabar con su vida.

La otra forma de poder que involucra directamente a la comunidad se refiere al que ejerce el Estado, y que obliga a obedecer determinadas reglas más o menos estrictas, que representan la existencia misma de un orden social.

De acuerdo con Foucault, las relaciones de poder tienen una forma primitiva, que sería al mismo tiempo su origen: la violencia, que es, dice el filósofo “su secreto permanente y su recurso último, lo que en última instancia aparece como su verdad cuando se le obliga a quitarse la máscara y a mostrarse tal como es”[1].

Así, el poder despojado de su máscara no es otra cosa que violencia. Y es precisamente sobre esa violencia (muchas veces velada y justificada en una búsqueda del bien común) que me gustaría abundar. Las personas normales, los ciudadanos de a pie, incluso como parte de nuestra formación, aceptamos infinidad de situaciones que ocurren en las distintas instancias de la administración pública, que provienen de prácticas del Estado y son verdaderas violaciones a nuestra dignidad. Esas manifestaciones de violencia las toleramos, las asumimos como elementos que siempre han estado ahí y que no deben ser cuestionadas. Incluso las consideramos parte natural e inherente del ejercicio de la autoridad. Es más: las justificamos como parte del orden que debemos tener para que se mantenga una cierta armonía.

En realidad, lo que estamos haciendo al soportar ciertas actitudes de los poderosos que, valga la redundancia, lo hacen así nomás, porque pueden, es validar otra de las situaciones que Foucault mencionó en su ensayo “El sujeto y el poder”: el llamado “poder pastoral”, que, explica el filósofo, fue ideado por la Iglesia Católica y retomado por el Estado moderno occidental. Dicha forma de poder en apariencia se preocupa no solamente por toda la comunidad, sino además por el individuo y por su salvación, es decir, por su bienestar. Si la colectividad está bien y un buen pastor la guía, aún sin importar cómo, la persona que se deje guiar por el pastor también estará bien.

Además, esta manera de ejercer el poder tiene como condición conocer el pensamiento interior de la gente, explorar su alma y hacerla revelar sus secretos más íntimos, y esto, por ejemplo, se logra en nuestros días a través del uso que de la tecnología hacemos las personas, que vivimos voluntariamente vigiladas, sin darnos cuenta de que exponernos puede hacernos más susceptibles a un eventual ejercicio violento del poder.

En nuestro país, por ejemplo, ese poder pastoral lo han ejercido por años los diferentes gobiernos que hemos sufrido durante muchos sexenios, que han construido una imagen pública a partir de comunicar constantemente una preocupación porque los mexicanos y nuestras familias vivamos mejor, la cual sería una aspiración legítima, si no tuviéramos enfrente los casos patéticos de muchos poderosos que se han servido con la cuchara grande y han dejado para los demás sólo migajas.

Creo que, en este punto de mi exposición, podría mencionar montones de muestras del ejercicio de ese poder pastoral a partir del cual nos han hecho creer que la única y legítima preocupación de quienes tienen el poder es nuestro bienestar. Visto así, todos, absolutamente todos, desde los que están en la cima de la burocracia hasta los más modestos, vivirían exclusivamente para darnos un mejor país, para hacer de nuestra existencia algo más justo y decente.

Así, por ejemplo, en México se ejerció el poder para llevarnos “arriba y adelante”, y fuimos guiados durante seis años para “administrar la abundancia”. Luego nos llevaron por el camino de la “renovación moral de la sociedad”, aprendimos lo que es la “solidaridad”, presenciamos la búsqueda del “bienestar para la familia”, vivimos “el gobierno del cambio”, nos mostraron las acciones realizadas por el “presidente del empleo” y en los últimos seis años hemos vivido el gobierno de alguien que nos dijo: “mi compromiso es contigo”

Ahora, según las promesas del presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, esperamos una transformación que incluye un combate frontal a la corrupción, una lucha contra la delincuencia y la inseguridad y un montón de cosas más que demuestran de nuevo que quienes ejercen el poder tienen una única preocupación: nuestro bienestar. Por eso, aparentemente deberíamos agradecer y no cuestionar la guía de nuestros pastores pasados y futuros.

Así ocurre desde lo macro y va bajando a lo micro. Hoy por hoy, estamos rodeados de pastores que más bien se comportan como reyes chiquitos. En nuestro país hay muchos tronos. Están instalados en las gubernaturas, existen en las secretarías, llegan a las direcciones y terminan en las jefaturas de departamento. Igualmente encontramos tronos en las alcaldías, las sindicaturas y las diferentes oficinas municipales. Las curules son tronos que también tienen su importancia. Diputado federales y locales, así como senadores, ejercen el poder tratando de convencernos de que todo lo que hacen es por nuestro bien. Increíblemente, los reyes chiquitos están en los lugares más insospechados… ¡Hasta en las universidades públicas! Diez de ellas son la muestra de que incluso las casas de estudios, que deberían ser lugares impolutos donde se diera exclusivamente espacio a la ciencia, son hoy por hoy sitios donde personas con nula visión académica y paradójicamente poca capacidad política, pero mucha ambición, no sólo permiten, sino también fomentan que esas instituciones que deberían ser respetables y respetadas, se conviertan en poco más que dependencias gubernamentales. Eso sí, hasta esos rectores viven realmente inmersos en su papel de mini dictadores.

Es el poder, ese dominio de unos sobre otros que no tiene una sola explicación que no nos remita a la violencia. Cualquiera que de pronto se encuentra ante la posibilidad de ejercerlo, aunque sea mínimamente, también se arriesga a perpetuar esos ejercicios de control y a violentar la libertad del otro.

En realidad, el asunto sobre el cual sería necesario reflexionar ahora, tiene más que ver con ese aparentemente imposible combate a las manifestaciones del poder, a esa especie de parálisis social que no permite un enfrentamiento ante la violencia que de muchas formas se ejerce sobre todas las personas. No hay voluntad de resistencia, o por lo menos ésta se termina cuando empieza el miedo inexplicable a que nos aplaste una fuerza que no conocemos, y a perder los pocos privilegios que la obediencia nos ha permitido obtener, mismos que no nos damos cuenta de que son las mínimas características de una vida digna y que nos los hemos ganado.

Las manifestaciones contrarias, la rebeldía y la resistencia, son acciones colectivas que, por desgracia, cada vez se antojan más lejanas. Las luchas, las causas y las oposiciones reales quedan solamente en ejercicios de buena voluntad. Por desgracia, no se vislumbra otra posibilidad. Así es como estamos viviendo los tiempos en que hasta la tecnología y la oportunidad que nos da para agilizar la comunicación, debería ser una herramienta que contribuyera a hacer efectiva la oposición a las decisiones arbitrarias del poder, y ayudara a abrir los ojos a más y más personas.

Sin embargo, todo está bajo control. Nadie quiere ni puede oponerse abiertamente. Enfrentarse al poder no es una opción, y se antoja francamente imposible que en algún momento nos decidamos de veras a cuestionar en serio las desigualdades que legitiman los yugos.

Hoy por hoy, queda claro que esa utopía del cuestionamiento del poder, esa posibilidad de rebeldía sólo podría estar más cercana si fomentáramos realmente la educación reflexiva y humanista y le diéramos un lugar prioritario a la formación de hombres y mujeres conscientes y con criterio, en una sociedad que, por desgracia, por ahora privilegia exclusivamente la acumulación de datos y deja del lado la reflexión, tan necesaria sobre todo en este momento, en que estamos a un paso de iniciar en México una etapa que podría antojarse peligrosa, dado que posiblemente por primera vez en mucho tiempo, en los hechos se acumulará en una sola figura prácticamente todo el poder.

[1] Foucault Michel (1988). “El sujeto y el poder”. En Revista Mexicana de Sociología. Vol. 50. Núm. 3. Universidad Nacional Autónoma de México. Ciudad de México.

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