El rastro

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX 
¡Qué asombro nos provocaba en las tardes -cuando jugábamos en el Callejón del Portillo y la Avenida Morelos- observar cuando un vehículo de los llamados “de tres toneladas” con la caja cubierta de manera hechiza, se abría para que bajaran dos o tres personajes fuertes y musculosos, llenos de sangre, vestidos generalmente con camiseta –de esas que permiten lucir los hombros y un “cotense” en la cabeza o un costal, que daba la imagen en ocasiones de ser un turbante que cubría de la cabeza a la cintura.! 

Cuando bajaban del camión, uno de ellos colocaba sobre la cabeza de los que habían descendido, una res en canal, ya sin las vísceras, sin la cabeza ni las patas. Eran 120 kilos seguramente, ya restando otros ochenta por lo menos, de los miembros y las vísceras retiradas, parecían”caperucita roja” con su carga a cuestas, que los hacía ver pequeños y rojos, caminando lentamente hasta depositar en ganchos colgados en la parte posterior de la carnicería de Don José, la carne lista para ser vendida por piezas a los golosos clientes de los siguientes días. 

Después bajaban la cabeza del animal, las patas y las menudencias, algunas ya apartadas para los gatos, como el bofe, por ejemplo. 

Una vez terminada la faena, los grandulones –fisicoculturistas serían hoy- subían de nuevo al camión, los encerraban y partían a la carnicería de los señores Salcedo, un poco más arriba. 

Como testigos mudos estábamos los hijos del doctor González, del ingeniero Velásquez, de doña Rita, el mismo Polo –hijo del carnicero- el “Pipi” Rivera, el “Melos”, Miguel González, los hijos de don Rubén. Incluso algunos señores sin hijos, como don Sabino el peluquero o don Felipe, el zapatero, gustaban de presenciar las maniobras. Lo mismo hacían los niños de don Santiago y demás chiquillos de dos o tres vecindades que estaban en La Morelos o en el callejón de Los Perros. 

Para nosotros fue siempre un espectáculo mayor, que provocaba noches de insomnio porque, finalmente, esa carne era de la que nos alimentábamos. Mi mamá compraba “cocido”, que eran huesos con un poco de carne que hervía en caldo con cebolla, papas, zanahorias: finalmente lo que nos daba fortaleza y nos quitaba el hambre, era el caldo, con un pequeño trozo de carne y fundamentalmente el tuétano, en tortilla y con chilito. Al perro le tocaba lo mismo, sólo que el hueso no llevaba carne. Cuando nuestra hambre era mucha, le entrábamos al del perro, ya que mi madre lo hacía absolutamente limpio, de tal manera que era consumible, según la hora de la llegada de la escuela. 

Así fuimos creando fantasmas de los fortachones y los mameyones de los carniceros: todos tenían tríceps fabulosos y anchas espaldas, aunque les faltaba uno que otro dedo, porque a la hora de partir la carne, a veces se rebanaban uno. 

Sus instrumentos en la carnicería eran impactantes: un tronco grueso que operaba como base para corta chuletas, pulpas y demás, que se trozaban con un cuchillo largo, que había sido homogéneo en su cuerpo, pero que con el tiempo, después de tanto afilarse contra una especie de clavo largo, al que llamaban “chaira”, acababa el citado cuchillo largo de la punta, delgado, con una base ancha y el mango totalmente engrasado.  

El cuchillo común del carnicero, era del tipo “chino”, cuadrado, casi tan alto como ancho, que usaba para cortar con golpes fuertes y el que, tristemente, le rebanaba los dedos. Para cortar el hueso no usaban sierra, sino una segueta.  

Así nació la tentación de conocer el rastro que estaba para la carretera de Guadalupe –hoy Escuela de Minas- al que se llegaba caminando, o en los transportes de Guadalupe, que hacían como media hora en llegar. 

Organizamos el safari con la tentación de tomar sangre de la matanza de animales, porque según versiones de los mamotretos cargadores, era la sangre lo que los hacía fuertes. Bajamos por el Callejón de Los Perros y la avenida Insurgentes, hasta llegar a la esquina del Colegio Cabot, donde había acceso para introducirnos al Arroyo de la Plata, la guía más generosa. Estaba cubierto pero, en nuestra parte, había una zona abierta. En alguna ocasión transportó aguas con plata. Hoy era el drenaje de una ciudad incipiente, que no tenía agua, por lo tanto caía poca al Arroyo. Había muchas fosas sépticas en las casas, de tal manera que, más que agua, abundaba el mal olor. 

A veces íbamos por el exterior, pero tenía éste, terrenos cultivados con zanahorias y cebollas –las aguas negras hacen fértiles los terrenos- . Los dueños se molestaban cuando pasábamos, por lo que preferíamos evitar ese camino.   

Nuestra ruta se hacía muy larga: nuestras edades eran cortas, entre cinco y siete años, hasta que llegábamos a la Escuela de Minas, por la parte del Boulevard, que aún hoy es la entrada principal, aunque mucha gente piensa que la parte de arriba es la fachada más significativa. Llegábamos directamente al centro de matanzas. Hablábamos con el matancero, le expresábamos nuestra intención de beber sangre, a lo que accedía con mucho gusto, explicándonos que la sangre de toro era buena para el crecimiento de los músculos y podríamos algún día ser como aquellos hombres fuertes que tanto presumían. 

Esperábamos nuestro turno: cuando el animal era desollado, salía un chorro de sangre, que cachaban con un cuerno que decían, preservaba la temperatura de la sangre. Y sin pensarle mucho ¡pa’dentro! Y el que sigue… 

Regresábamos a la avenida Morelos con los pechos levantados, los bíceps inflamados, mágicamente energizados por aquel mágico brebaje que además, nos prolongaría la vida.

Más tarde, algunos doctores del barrio al conocer la información, nos indicaban que la sangre del animal podía generar más males que bienes, por las infecciones que el animal o el recipiente, pudiera cargar consigo.   

Lo cierto es que nunca nos causó daño, o al menos nadie pudo achacar a esa bebida alguna enfermedad. 

Me dio fiebre tifoidea algunos años después. Por primera vez me dio temperatura de manera consciente: me despertaba agarrando calaveras de colores en mi cama. Eso fue, sin embargo, muchos años después.  

Otro recorrido significativo para esa zona, era nadar en “la pila de 25”, que así se llamaba porque eso costaba meterse, o en “la alberca de Begonia”. Había que hacer el mismo recorrido. Se hablaba de que Guadalupe estaba a 7 kilómetros de Zacatecas. El transporte hacía el trayecto en una hora, y nosotros alrededor de una hora y media en llegar a la alberca. No había trajes de baños: los calzones eran de manta, de los costalitos que las harineras vendían en diciembre, y que nuestras madres confeccionaban en taparrabos. El agua estaba verde, con capas de moho y lama. Renacuajos, ranas y demás, eran nuestros compañeros de zambullidas. Había una alberca cerca, la del Campestre, y la de la UAZ que, o estaba vacía, o se encontraba en reparación, pero de cualquier manera, nosotros no teníamos edad para poder entrar. 

Entonces, nuestra alberca olímpica fue Begonia: buceábamos, tragábamos agua y finalmente, contentos, con una lata de Portola, unos bolillos, unos chiles, un pico de gallo que hacíamos nosotros mismos, eran el cierre perfecto de un lindo paseo, porque comer antes, según las abuelas, podía provocar una indigestión… y la palabra de la abuela era como la palabra del Faraón: ¡se cumplía!. Así vivimos, así crecimos, entre fantasías y realidades que hoy son solamente nostalgia de un Zacatecas que se ha ido y que nunca más volverá.

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