La guerra de los pasteles

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

Duró casi un año; entre abril de 1838 y marzo de 1839.  Todavía hay quienes se preguntan si el conflicto tuvo razón de ser.  A veces la negligencia de algunos y la torpeza de otros, pueden causar guerras y lesionar relaciones internacionales que se tejen con mucho cuidado a lo largo de  décadas y centurias.

Fueron muchos los franceses que decidieron radicar en el país, luego de la consumación de nuestra independencia en 1821.  De México les gustó todo: el clima, la gente, la oportunidad de hacer buenos negocios y nuestra rica cultura que tanto tiene de admirable y de insondable. Para 1830 Francia había ya reconocido formalmente nuestra liberación del yugo español y un año después estaba firmado el primero de los acuerdos comerciales entre ambos países.

Pero no todo era vida y dulzura: los franceses avecindados en nuestro país, pronto se dieron cuenta de que la nación tenía inestabilidad y de que carecía de recursos financieros para crecer al ritmo de las necesidades de su población.  La corrupción era un asunto cotidiano y el abuso de autoridad resultaba cosa de todos los días –cualquier parecido con la actualidad es pura coincidencia-.  Por eso pasó a la historia el famoso  señor Remontel, dueño de un restaurante de Tacubaya, donde algunos oficiales del presidente Santa Anna en 1832 se habían comido unos pasteles sin pagar la cuenta, por lo cual exigía ser indemnizado. Empezó con esa nimiedad, meramente mercantil un lío tremendo que será recordado siempre como la «Guerra de los Pasteles».  El pastelero francés se quejó con su embajador, monsieur Deffaudis, quien de inmediato transmitió la queja a Francia y avisando de ello a nuestro ministerio de Relaciones Exteriores. No le dieron una respuesta satisfactoria: regresó a Francia para volver unos meses después con diez barcos de guerra que apoyaban las reclamaciones de su gobierno.

El asunto era de dinero: 600 mil pesos como indemnización por daños y perjuicios ocasionados a los franceses y la baja de los oficiales que se salieron sin pagar del restaurante.  El presidente de México era por aquellos días  Anastasio Bustamante, quien se negó a negociar mientras los barcos estuvieran apostados en el puerto de Veracruz de manera amenazadora.  Salió peor: el comandante de la misión, almirante Bazoche, declaró bloqueados todos los puertos del Golfo, incautó cuanta nave mercante mexicana se atravesó en su camino, y empezó un bloqueo que duró ocho meses. El 16 de abril de 1838 se rompieron relaciones diplomáticas entre los dos países. Para octubre ya teníamos frente a nuestras costas 20 barcos más.  Aunque empezaron negociaciones en Jalapa y México cedió en algunos de los términos, no se alcanzó ningún acuerdo definitivo. El 27 de noviembre, 26 navíos con cuatro mil hombres,  atacaron San Juan de Ulúa causando graves daños y gran numero de muertos.

Santa Anna –el poder detrás del trono- decidió encabezar la defensa de la patria y lideró algunas de las batallas.  En una de ellas su caballo resultó alcanzado por una bala de cañón y él mismo perdió la pierna izquierda.  Los mexicanos abandonaron Veracruz a los franceses. Con esa derrota se acabó el prestigio de Bustamante y Santa Anna recuperó el poder: inmediatamente negoció la paz con la intervención de Inglaterra como conciliador. El 9 de marzo de 1839 se firmó un tratado de paz, México se comprometió a pagar las indemnizaciones y a cambio los franceses devolvieron los barcos incautados y se retiraron a su país. Todo un proceso costoso en vidas y en dinero.

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