La santa escuela

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

Sus reclutadores, entre otros, un padre que parecía Clark Kent, que si se fuera a quitar la túnica aparecería convertido en Superman, un hombre de 1.90 de estatura, quizá cien kilos de peso, blanco, rubio, serio, con personalidad de Pedro Armendáriz –sin parecerse a él-  y quizá el impulsor del uso de las botas en la Iglesia.

El otro era un vendedor de lotería, un hombre alto también, muy amable, que vendía en todo el municipio sus boletos, pero que se concentraba en la zona de la Plaza de Zamora y el Ángel de la Independencia.  Muy honorable el señor Escalera.  Su rostro se observaba golpeado por la viruela, como sucedía con muchos de los zacatecanos.  Tenía un hijo, mecánico de profesión, simpático y agradable.

Tampoco puede dejar de mencionarse a un tercer personaje: un joven treintón a quien llamaban “Clavillazo”, trabajador, pero sólo por temporadas.  Vivía con su abuela y tan pronto aparecía vendiendo gas, como en una tienda de abarrotes bajando costales de algún producto cualquiera.  Era un hombre de trabajo, que descansaba cuando se cansaba.  Con el tiempo logró comprar una motocicleta con caja atrás, donde trasladaba bultos, guajolotes, tanques de gas…y los domingos a su “chula”, quien se sentaba en el extremo de la plataforma, de donde colgaban sus piernas y, muy arreglada, con vestidos muy coloridos, daba la vuelta por la ciudad, como si se tratara de una diva del cine nacional y él fuera el cochero del carruaje.

Un cuarto hombre en esta historia, era un verdadero personaje en la vida pública zacatecana.  De 1.85 metros de estatura por lo menos, Usaba en el púlpito palabras contundentes.  Sin duda era un líder: convencía con sus argumentos.  Resultaba frontal cuando era necesario, si bien, con el tiempo siguió la Licenciatura en Derecho en la UAZ, puso una gasolinera y un hotel a la entrada de Enrique Estrada viniendo de Fresnillo y allí permaneció muchos años. Al parecer, murió.

Yo fui reclutado por la amabilidad del señor Escalera y el jolgorio de “Clavillazo”. Había que estar  con un escapulario en colores amarillo y rojo, los días primero de mes, en la Iglesia del Sagrado Corazón. Como era yo niño, me tocaría velar durante la primera hora.

El rito iniciaba alabando al Santísimo, porque esta era una iglesia donde el Santísimo estaba expuesto, y era preciso organizar la custodia ininterrumpida, día y noche.  Se le veía iluminado.  El rito implicaba que el sacerdote lo bajara y lo rociara con incienso, para luego dar la vuelta por toda la Iglesia, cantando entre todos, atrás del sacerdote, aquel famoso rezo: “!Santo!, ¡Santo!, Santo!, Señor de los Ejércitos…”  Al concluir la procesión intramuros se le instalaba en un lugar más próximo.  Allí quedábamos primero los más viejos y luego los más jóvenes, con el Libro de las Horas en las manos, de tapas negras. Permanecíamos rezando y cantando.

De pronto, oíamos el golpe de uno de los viejitos, que se enceraba, y había que subir por “Clavillazo”, que traía siempre una campana en una mano y en la otra el alcohol, que se ponía en la nariz del desmayado, quien daba de sí en pocos momentos, para ser subido enseguida a las celdas, a fin de que guardara el reposo conveniente.

Los demás seguíamos allí, hasta que nos reemplazaba el turno siguiente. Nos subían por el lado derecho del altar y después de tres o cuatro escaleras, llegábamos a un dormitorio absolutamente oscuro, con gavetas como de muertos, para dormir allí “la mona”, hasta las cinco de la mañana, cuando “Clavillazo” hacía su aparición con su personal campana, dándonos el campanazo individual.  Recuerdo la gaveta en cuestión: no era si no un pedazo de tabla como donde se colocan los equipajes en los trenes europeos. Una almohada minúscula, rellena de aserrín y una cobija guinda que apenas quitaba el frío, eran el vestuario del camastro.  Quizá todo ello era parte del sacrificio.

Cinco minutos después, iniciaba un ataque de chinches.  Agarraba uno a la más cercana y la despanzurraba.  Sólo Dios sabe cómo revivían aquellas, tal vez con la sangre de uno.  Se añadían las pulgas a esta mala noche, nuevamente interrumpida por la campana de “Clavillazo”: Finalmente, la posibilidad de dormir, era nula.

Acompañaba también a mi primo Víctor Manuel Enríquez, que tenía como veinte años y era un hermano para mí. Nos levantábamos a las cinco de la mañana, para hincar otra pasarela a la Iglesia con el Santísimo, cantando hasta que nos instalábamos como soldados pretorianos a la entrada, justo en las sillas finales, cerca de la puerta, para que la gente llegara a la primera misa formal.

Fueron algunos años, o de convencimiento, o de descubrimiento simplemente, pero durante varios de ellos no faltaba los días primeros del mes, aunque al terminar la mañana mi mamá tuviera que meterme en una artesa con agua caliente y jabón para matar las chinches, los piojos y las pulgas, como decía ella.  Veía a los animalitos flotar, pero no sabía atender a la nomenclatura de Orestes Cendreros.

Ocultaba y no, a mis amigos, esta experiencia “innovadora” a la que me jalaban mi primo, “Clavillazo” y el señor Escalera.  Lo que más me impactaba, sin dudarlo, eran los guamazos de gente pobre, mal alimentada, que no resistía el humo de las velas.  Yo me sentía un creyente en la fe.  Me sabía perteneciente a un grupo que la defendía y miembro de una sociedad secreta, pues todo lo hacíamos cerrando la puerta de la Iglesia, menos en la mañana, en que podía parecer que habíamos apenas llegado a ese lugar.  Los cánticos, el descenso del Santísimo, las procesiones y el incienso, daban un sentido de magia a mi vida.   Mi madre se sentía honrada de que yo perteneciera a una agrupación de custodia del Santísimo, justo paralelo a sociedades como las Hijas de María y otras tantas.

Al crecer, fui abandonando estas listas de asistencia, hasta dejar definitivamente de pertenecer a ellas, por mis actividades juveniles. Me sigue impactando, sin embargo, cuando voy al Sagrado Corazón, ver en su nicho al Santísimo Sacramento.  Al quedármele viendo con obsesión, siento que se eleva junto conmigo y que así, juntos, nos alejamos de un Zacatecas que ya nunca será.

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